viernes, 30 de noviembre de 2007

La demarcación del Oeste

Hacía nueve años que los Estados Unidos eran independientes y el presidente Thomas Jefferson miró hacia el oeste, donde se extendía todo un continente en blanco. No tenía ni idea de lo que había en los siguientes cuatro mil kilómetros. En 1785 impulsó el Decreto del Suelo, un proyecto que pretendía organizar de una manera absolutamente racional la colonización de aquella inmensidad desconocida.

Copio los siguientes dos párrafos del libro Mala tierra. Viaje por los yermos de Montana, de Jonathan Raban:

“El Decreto del Suelo era un documento tan ambicioso que daba vértigo. Empezando en un punto arbitrario del río Ohio, donde su curso deja Pennsylvania rumbo al oeste, se desplegaba sobre la enorme extensión inexplorada y sin colonizar de Norteamérica una fantasmagórica cuadrícula de casillas numeradas. En las laderas de montañas aún por descubrir, en valles todavía bajo el dominio de “salvajes” desconocidos, unas ciudades cuadriculadas aguardaban la llegada de exploradores como Lewis y Clark y de los agrimensores. Según el esquema mental de Jefferson, las ciudades estaban allí, en el mundo desconocido, como entidades platónicas. Para darles presencia física, primero había que localizarlas y marcarlas. Incluso mientras te abrías paso a hachazos entre los matorrales, ya sabías el número del municipio, así como el de la sección de doscientas sesenta hectáreas donde estabas. Según el Decreto había que reservar una sección (la número 16, situada cerca del centro de cada municipio) para usos educacionales, y el gobierno de los Estados Unidos se reservaba otros cuatro. De manera que unas ciudades todavía sin trazar ya estaban dotadas con escuelas y colegios universitarios fantasmas, oficinas de correos fantasmas, palacios de justicia, cuarteles, oficinas de licencias y demás engranajes de una civilización regulada.

Se necesitaron casi ciento cuarenta años para cuadricular el Oeste como la hoja de un bloc y, a comienzos del siglo XX, los agrimensores todavía trabajaban en las praderas de Montana trazando líneas de secciones con la brújula de anteojo solar mejorada por Burt. La distancia se medía con cadenas, para lo cual utilizaban la cadena modelo de cien eslabones, de veinte metros de longitud. Mientras se tensaba la cadena, uno de los operarios clavaba en el suelo una estaca de acero con una banderita roja. Después de medir cinco cadenas, el hombre que iba delante gritaba: “¡Marca!” y los demás portadores de cadenas contestaban a coro: “¡Marca!”, luego retiraban las estacas y la cuadrilla se trasladaba al tramo siguiente. A las cuarenta cadenas, en un hoyo de cuatro metros y medio de profundidad se clavaba un poste de madera, de unos siete metros y medio de alto, con números arábicos grabados en una de las caras, con lo cual quedaba marcado el cuarto de sección”.

En las décadas siguientes, unos funcionarios llamados "localizadores" acompañaban a los colonos que habían comprado parcelas de tierra para ayudarles a buscar las estacas que delimitaban sus enormes propiedades. Eran las estacas que décadas antes habían colocado los agrimensores, siguiendo la cuadrícula trazada sobre una hoja en blanco por el Decreto del Suelo de Jefferson.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Hoy no me puedo levantar

Me he despertado con la radio y he oído este aviso: el uruguayo Gustavo Zerbino, uno de los supervivientes del avión que se estrelló en los Andes en 1972 (ya sabéis: los que sobrevivieron comiéndose los cadáveres de sus compañeros), dará una conferencia en la Escuela Politécnica de Arrasate.

Inmediatamente después han emitido el anuncio de un supermercado donostiarra: conozca nuestra variadísima oferta de carnes, carnes de todo tipo, controlamos el origen y el proceso de todas las carnes.

Me he acordado de esas crueles coincidencias que a veces se dan en los medios, cuando comparten página la noticia del naufragio de un ferry en el que murieron doscientas personas y el anuncio risueño de un fantástico crucero, con alguna frase tipo "¡disfrute un océano de lujo!" junto a la foto de unos ahogados.

Y me he acordado de este recorte que guardo desde hace tres años. En la parte inferior de la página se anuncia la película Mar adentro (que narra la historia de Ramón Sampedro, el tetrapléjico que pasó los últimos 30 años de su vida sin poder moverse) y en la parte superior se reclutan actores para un musical cuyo anuncio, ejem, quizá debería haberse publicado en otra página.

martes, 27 de noviembre de 2007

El deporte más rápido del mundo


Pues sí: el objeto que sale en el texto anterior es el esqueleto de una cesta punta, como decían Caravinagre e Imanol. Habrá que poner adivinanzas más difíciles.

En la década de 1880, un jugador guipuzcoano llamado Melchor Guruceaga se fracturó la muñeca mientras competía en el frontón Plaza Éuskara de Buenos Aires. Para compensar la fuerza perdida, pidió que le diseñaran una xistera -la herramienta de entonces- más larga y más abombada, que permitía retener la pelota y lanzarla a muchísima velocidad.

En aquellos primeros años a la cesta punta la llamaban máuser, como el fusil, porque sus disparos alcanzan velocidades mortales: pelotazos a 302 km/h (cifra atribuida por el libro Guinness a José Ramón Areitio en el frontón New Port de Rhode Island, Estados Unidos, en 1979).

El nuevo deporte se extendió por todo el mundo con un éxito arrollador, gracias a la velocidad del juego y a que se movían dinerales con las apuestas. En la época dorada, cientos de puntistas vascos salían todos los años a jugar en frontones de cuatro continentes: desde Madrid, Mallorca, Valladolid o ¡Panticosa! -ojo, pirineístas, aún quedan restos junto al balneario-, hasta los frontones asiáticos de Shanghai, Tientsin, Yakarta o Manila, pasando por los africanos de El Cairo y Tánger, los europeos de Bruselas, Roma o Milán, los americanos de México, La Habana, Montevideo, Sao Paulo, Caracas y docenas más. El cogollo estaba en Estados Unidos, con catorce frontones que movían millones de dólares en apuestas, alguno de los cuales reunía más de 13.000 espectadores diarios durante los cuatro meses de la temporada. "Es que entonces sólo estábamos los perros, los caballos y nosotros", explica Chino Bengoa, campeón del mundo en 1970. Se refiere a los juegos en los que se apostaba.

De aquella época dorada quedan historias alucinantes, como las de los puntistas vascos aliados con los gánsteres para manejar el frontón de Chicago, o la épica vikinga de jugadores muertos a pelotazos hasta que se implantó el casco.

Este verano publiqué un reportaje sobre la cesta punta, que empezaba así: "El detalle llamaba la atención a los forasteros: muchos hombres de Markina (y de Bolibar, Aulestia o Berriatua) lucían un brazo derecho bastante más desarrollado que el izquierdo. La prolongación de ese brazo musculoso, tenso, torneado, era la cesta punta, un elemento casi orgánico, tan unido durante décadas al cuerpo de los marquineses que parecía a punto de incorporarse al patrimonio genético. Si el esplendor de este deporte se hubiera prolongado unos años más, quizá la siguiente generación habría nacido con el brazo ya rematado por una cesta punta".

Podéis leerlo entero aquí.

(En la imagen, el berritxuarra Julen Bereikua, uno de los delanteros más espectaculares del momento, de cuyas paletas rotas por un pelotazo se habla en el reportaje. La foto, como la del texto anterior, es de Iñaki Mendizabal).

domingo, 25 de noviembre de 2007

Adivinanza


Los objetos que fabrica este hombre tienen un diseño extraordinario, capaz de producir potencias asombrosas. El primero de ellos se construyó en Argentina, hace 120 o 130 años. Llegaron a utilizarse en cuatro continentes pero hoy en día no habrá ni diez personas que los fabriquen. ¿De qué objeto estamos hablando?

jueves, 22 de noviembre de 2007

El grifo de la creatividad

El pasado verano fui capaz de escribir 53 reportajes consecutivos, algunos bien trabajados y otros menos, pero 53 reportajes de cuatro folios cada uno, con sus correspondientes viajes, entrevistas, recorridos y lecturas. El ritmo de trabajo y la tensión por cumplir los plazos fueron tan intensos que me pasé de rosca cuando apenas había escrito unos cuantos; acabé en urgencias, me hicieron un repaso completo con todo tipo de maquinitas inquietantes, me tuvieron una noche en la sección de lactancia (ejem, no había sitio en neurología), por la mañana siguiente los médicos me dijeron que todo estaba perfecto y me ofrecieron una pequeña charla de bienvenida al maravilloso mundo de la migraña, luego me dieron un par de palmaditas en el hombro y me mandaron a casa con una provisión de pastillas contra el dolor de cabeza. Durante los dos meses siguientes tecleé contrarreloj, con la lengua fuera y las pastillas siempre a mano, pero fui capaz de acabar todos esos reportajes y de cumplir el encargo. Una vez olvidados los malos tragos, la experiencia de escribir tantas semanas seguidas con un ritmo industrial me pareció un entrenamiento estupendo. Oficio.

Ahora, después de un par de meses de ganduleo y viajes, me pongo a escribir el libro Vespaña con toda la placidez del mundo. Dispongo de casi todo el tiempo libre que deseo, no tengo ningún plazo señalado en el calendario, me apetece un montón relatar algunas historias estupendas de aquel viaje. Y en estas condiciones ideales me paso horas y horas atascado en un par de párrafos; por cada página que me gusta escribo cinco que no me gustan; reescribo y reescribo y reescribo y al final descubro que la tercera versión es peor que la segunda y mucho peor que la primera. A veces pienso que se me ha olvidado esto de darle a la tecla. No tiro la toalla, pero sí cambio a menudo de capítulos: guardo los que se me resisten y voy a por otros más sencillos. Cuando resuelvo alguno, disfruto como un mono y la alegría me anima a atacar otro. Pero a veces paso un par de días atrancado y pienso de nuevo que se me ha olvidado escribir, que la experiencia del verano me saturó, que necesitaré unos cuantos meses de descanso para recuperar la frescura. Sí que tengo cierta resaca, porque hay una parte física en todo esto: de vez en cuando me incordian algunos dolores leves de cabeza y me cuesta concentrarme. Pero estando bastante peor fui capaz de escribir buenas páginas, y esprintando.

Así que debe de haber algo más. Creo que me falta algún estímulo para sacudirme esta modorra creativa, algún estímulo que sí tenía en el verano. Calvin da en el clavo (pinchad en la imagen y se ampliará):

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Niños gratis

Ayer, 20 de noviembre, se celebró el Día Mundial de la Infancia. Con tanto empeño por proteger a la chavalería y tanta operación para desarticular redes de pederastas, no sé a qué esperan para actuar contra las ofertas tan depravadas que cuelgan alegremente de los escaparates de las agencias de viaje. Fijaos, fijaos en vuestras ciudades.



martes, 20 de noviembre de 2007

Agenda


Este miércoles, 21 de noviembre, proyección de Vespaña en San Sebastián (euskaraz).

Non: Elkar liburudendan (Fermin Calbeton, 21. Donostia).
Noiz: 19etan.

(Datorren asteko asteazkenean Josu Iztuetak Nairobitarra autobusari buruzko emanaldia eskainiko du leku eta ordu berean).

lunes, 19 de noviembre de 2007

El Águila mutante


(La foto es de L'Equipe y la publica elmundo.es. Son Anquetil y Bahamontes).

Federico Martín Bahamontes ganó el Tour de Francia de 1959 y fue rey de la montaña seis veces. 42 años después de retirarse, aún lucha para pulir su palmarés. Y la vida le ayuda: sus rivales de la época van muriendo y él aprovecha para ajustar cuentas.

Hace dos años murió el luxemburgués Charly Gaul, vencedor del Tour de 1958 y de los Giros de 1956 y 1959. A Bahamontes le escuché decir algo parecido a esto: "Sí, Charly Gaul fue un gran ciclista, un rival muy duro. Pero un año me robó el premio de la montaña en el Tour, porque en un puerto yo pasé primero pero le dieron los puntos a él, y por esos puntos me acabó ganando. Yo debería tener siete premios de la montaña, no seis. Y ser rey de la montaña entonces tenía más merito porque lo disputaban los mejores corredores, no como estos años con Virenque, que no se lo disputaba nadie". (Richard Virenque fue rey de la montaña siete veces entre 1994 y 2004 y le quitó el récord a Bahamontes).

Ahora se cumplen veinte años de la muerte de Jacques Anquetil, el primer ciclista que ganó cinco Tours. En elmundo.es, Bahamontes reconoce la calidad de su rival y justo después le quita méritos: "Tenía un equipazo y remataba siempre en las cronometradas". Luego recuerda que le robó el Tour de 1963: "Nunca olvidaré la etapa de Chamonix. Ese día me la jugó sirviéndose de un motorista que le lanzó en la llegada. Me quitó el Tour".

A Bahamontes le llamaban el Águila de Toledo. Quizá se podría actualizar el apodo:



(La foto es de la Consejería de Medio Ambiente del Gobierno balear).

viernes, 16 de noviembre de 2007

Bienvenidos a Sdaskgg

¿Alguna vez os han pedido que demostréis que sois humanos? Es un momento emocionante.
Ocurre cada vez que queremos dejar comentarios en un blog como éste. Para evitar que los robots ciegos siembren de publicidad el espacio de los comentarios, nos piden que leamos una combinación de letras retorcidas y que la reescribamos. Así ganamos el permiso para publicar. En esos casos yo tecleo las letras y espero con un poco de inquietud hasta que me confirman que soy una forma de vida basada en el carbono y no en el silicio. ¡Aupa el carbono!

También es cierto que esa confirmación de humanidad nos la da otro robot (blogger, por ejemplo) pero si sigo por ahí me voy a marear y yo quería hablar de otra cosa.

Quería hablar sobre esas misteriosas combinaciones de letras. Se supone que son aleatorias, pero a veces da la impresión de que obedecen a un código. ¿Serán señales, mensajes, ecos de un universo paralelo? ¿O simplemente obedecen a las reglas de estilo y sintaxis de los comunicados de Melendi?

Algunas combinaciones suenan realmente oscuras: yszgrlbd, vmfkmn, qregbefj. Otras resultan sugerentes: nyatqm (¿nuevayorktequieromucho?), mextijj (¿méxicotijuana?), vntpradt (¿ventealpradito?). Las hay bostezantes (booaobf), enfurruñadas (grummfh) y tontorronas (tiqkpiti). Y las que no son subliminales sino bastante liminales: ¡zpkputh!

Pienso en las que no dicen nada identificable pero que suenan a algo. Deprats. Pueluno. Piffquo. Como si fueran palabras de repuesto, guardadas en algún trastero de internet para cuando falle alguna palabra de las que usamos ahora y sustituirla.

Seguro que en una wikipedia paralela y secreta existen definiciones y artículos en reserva. Por ejemplo, la entrada "Sdaskgg" (le salió una vez a un lector de Balazos y la guardé).

Sdaskgg: pueblo costero del archipiélago de las Lofoten, Noruega. 5.500 habitantes. Conocido por sus canales como la Venecia boreal. Cuenta con una flota de 13 barcos pesqueros, tres grandes secaderos de bacalao y una fábrica conservera. Fiestas: famoso concurso de construcción de pirámides de salmón podrido, para celebrar el solsticio de invierno. Acontecimientos históricos: en el año 952 aquí nació Olaf Vingelson ("el que mea lejos"), comandante de Erik el Rojo en el descubrimiento de Groenlandia. En 1940, durante la invasión alemana, una lancha nazi tomó posesión del puerto y plantó la bandera con la esvástica. Se les olvidó quitarla hasta 1978.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Locución adverbial

Mira que llevaba tiempo esperando, pero hasta la semana pasada nadie me lo había preguntado. Fue Lucía.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Mira quién pasa




En la terraza de un café marroquí hay una manera muy sencilla de distinguir a los nativos y a los forasteros: los forasteros nos sentamos alrededor de la mesa en círculo; los marroquíes se sientan siempre en hilera, de espaldas a la cafetería, mirando a la calle.

Los ocupantes -casi habitantes- de las terrazas son hombres. Es rarísimo ver mujeres. Están solos o como mucho en parejas. Pasan horas muertas con un vaso de café con leche y otro de agua sobre la mesa, en silencio. Casi todos fuman. Muy pocos leen, y sólo leen prensa: esos periódicos asabanados árabes, tan grandes que al desplegarse parece que están montando una jaima. Algunos resuelven sudokus o crucigramas. Pero la mayoría no se distrae del objetivo principal: los movimientos de la calle. Pasa una chica árabe, voluptuosa y escotada, y los cinco hombres del café La Perla de El-Jadida se avisan unos a otros con una palabra a media voz, un carraspeo o un psst. La chica pasa por delante del café, una veintena de metros más allá, y los cuellos de los cinco espectadores siguen su trayectoria de izquierda a derecha. Mirada de girasol. La chica entra en un local y los hombres vuelven a mirar al frente, sin hacer un solo comentario. La mañana ha gastado otro minuto. Quizá uno de los mejores.

Cuando Francis, Víctor y yo decidimos adoptar esa costumbre de sentarnos alineados hacia la calle, empezamos a hacer descubrimientos. En nuestra hora más productiva como mirones, descubrimos a un espía español, encontramos un doble de Falete y asistimos a un tenso episodio de malentendidos y sonrisas congeladas entre un chico marroquí de veintipocos y una chica europea de treintaimuchos (un tipo de pareja sorprendentemente habitual en ciertas terrazas de Marrakech).

En Rabat pasamos media tarde mirando desde una terraza, a pie de calle en la avenida Mohammed V. Media tarde, porque tuvimos que interrumpir la sesión para ir al hotel a echar una siesta, antes de ir al cine: turismo de aventura. En esa media tarde fichamos a todos los limpiabotas, los chicos de los recados y los viejos que entraban a la medina con carros llenos de sacos y volvían con carros vacíos, examinamos las estrategias de los mendigos, incluso descubrimos qué chica le gustaba al chico que vendía películas piratas.

Los marroquíes son muy buenos mirando. Podría decirse que esto es una muestra de las pequeñas sabidurías de la vida (versión literatura) o reflejo del alto índice de paro (versión periodismo).

PD: Víctor cuenta algunas cosas muy interesantes de su viaje por Marruecos. Su viaje por Marruecos es diferente de mi viaje o del viaje de Francis. Tres personas, tres viajes, como es natural. Por ahora lo cuenta en dos entregas: Las cosas por dentro y Monsieur Camèra (en esta segunda entrega hay un enlace a un vídeo espectacular que ha montado Víctor, puro cine de subsuelo).

(El de la foto es Josema, en el viaje anterior, en enero. Todo esto de mirar está muy bien, pero a veces hay cosas más interesantes).

martes, 13 de noviembre de 2007

Contactos exploratorios


El recorte es viejo pero me sigo riendo cada vez que lo veo. Y ahora que tengo un blog, pues venga, que para eso están. Pinchad en la imagen y veréis a Odón Elorza (alcalde donostiarra) y a Duñike Agirrezabalaga (edil de Izquierda Unida). No tengo el gusto de conocer a Aingeru Munguía, el periodista que firma, pero seguro que ese día le ganó una cena a algún compañero de redacción.
(¿Sería el mismo periodista que hace años escribió aquello de "Odón Elorza, cabeza visible del Ayuntamiento de San Sebastián", frasecita que también aplicaron a Miguel Ángel Lotina, "cabeza visible del vestuario realista"? Cuánta mala leche).

lunes, 12 de noviembre de 2007

Todos los días pedía a gritos ir a ver la cabra muerta

No todo va a ser rencor por los millones ajenos: me alegro muchísimo de que Chris Stewart se esté forrando. Stewart es un inglés que se instaló con su familia en Las Alpujarras granadinas como quien aterriza en Marte, después contó esas andanzas en un libro llamado Entre limones -con un estilo que podríamos llamar "ternura cachonda"- y ya ha vendido más de un millón de ejemplares en todo el mundo (en España creo que lleva ocho ediciones).
Aquí va una de las historias de Entre limones (editorial Almuzara):

"Dado que Chlöe era, al fin y al cabo, una niña cortijera, el nacimiento y la muerte entraron a formar parte de su experiencia diaria. Antes de haber cumplido un año ya había visto nacer corderos, y no pareció importarle que repartiéramos el resto de los cachorros de Bonka o que despacháramos alguna que otra gallina u oveja.
Cuando se acercaba a los dos años, lo que más le gustaba hacer era ir a la cueva que había junto al río para ver la cabra muerta. Una cabra enferma procedente de uno de los rebaños que pastaban en la ribera había entrado en una cueva para morir en el lugar donde confluyen los ríos. Nos encontramos el cadáver, hinchado y destrozado por los animales salvajes, maloliente, y cubierto por un enjambre de moscas tan denso que parecía como si el animal hubiera cobrado vida de nuevo. Los ojos habían desaparecido hacía tiempo. La cabra miraba hacia los juncos por unas órbitas sanguinolentas.
"Tengo que ocultarle este espantoso espectáculo", pensé, intentando interponerme entre Chloë y la cueva.
-¿Qué es eso? -preguntó, señalando imperiosamente con el dedo hacia la cueva.
-¿Qué es qué?
-Eso de ahí.
-Oh, eso. No es más que una cabra muerta.
-Chloë ver cabra muerta -insistió, arrastrándome del brazo hacia la cueva.
Le encantó verla. No sentía la repulsión que los adultos sentimos por esas cosas. Todos los días pedía a gritos ir a ver la cabra muerta, mientras ésta iba descomponiéndose y desapareciendo, devorada por los zorros, los pájaros y los perros. Yo también llegué a esperar con impaciencia nuestras expediciones, para ver el avance del proceso mediante el cual el muy consistente ser de la cabra poco a poco volvía a convertirse en nada. Si hubiéramos vivido en la ciudad tal vez habríamos ido al parque todos los días. Las ventajas de la vida en el campo no siempre resultan obvias".
PD: Acaban de publicar El loro en el limonero, segunda parte de la historia. Promete.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Austeridad

Leo que los 3.100 euros cobrados por Marichalar en Pamplona se desglosan así: 2.500 por la charla y 600 por el desplazamiento. Como dije en el texto anterior, no debo juzgar si el interés y la calidad de su charla justifican un pago diez o quince veces superior al habitual, porque soy parte interesada. Pero sí puedo decir algo sobre los gastos de desplazamiento, porque desplazándonos somos todos igual de buenos (en euros por kilómetro).

Dicen que este hombre que cobró 600 euros en gastos de desplazamiento procede de una familia que "lleva la austeridad por bandera".

Qué será eso de la austeridad. Lo que leo en el diccionario no me cuadra. ¿Existirá alguna otra acepción de esta palabra? No sé, a ver:

Austeridad: afición a comprar libros de Paul Auster en edición de bolsillo.

¿Será eso?

jueves, 8 de noviembre de 2007

Otras maneras de vivir

(Actualización: durante unas horas a este texto le ha faltado el tercer párrafo. Mañana se publicará en el Diario de Noticias de Pamplona).

Ayer me llamó un amigo periodista del Diario de Noticias para contarme que el Ayuntamiento de Pamplona pagó 3.100 euros a Álvaro de Marichalar por una charla. En octubre Marichalar relató su travesía del océano Atlántico en moto náutica, dentro de un programa de conferencias titulado "Otras maneras de vivir", que se celebra a lo largo del año en diferentes casas de cultura de Pamplona. Yo di dos charlas en febrero (Vespaña I y II) dentro de ese mismo programa y el periodista quería saber cuánto había cobrado. Cobré 264 euros brutos por cada una de ellas (225 netos). El periodista estaba llamando a los demás conferenciantes y me dijo que todos habíamos recibido cantidades parecidas: 200-250 euros, sin llegar en ningún caso a los 300. Hoy Diario de Noticias publica esta información.

Me considero bien pagado por el Ayuntamiento de Pamplona, exquisitamente tratado por los organizadores y los trabajadores del Civivox de San Jorge y no tengo nada que reclamar. Cobré de la misma caja que el navegante, por lo tanto soy parte interesada y no soy yo quien debe juzgar si el contenido de su conferencia o la relevancia pública del personaje justifican el pago de una cantidad diez o quince veces superior a la habitual.

Pero me parece oportuno plantear una cuestión que yo mismo no tengo muy clara: ¿cómo se mide el valor económico de una charla? A mí siempre me ha resultado muy difícil establecer un precio. Cuando un organizador me pide un presupuesto, me cuesta mucho dar una cifra. Con el paso de los años, viendo lo que piden unos y otros y lo que suelen ofrecer los organizadores, he ido encajando mi tarifa entre los 200 y los 300 euros, a veces más, a veces menos. No sé si una de mis proyecciones justifica ese desembolso. Si las cobro, es porque creo que sí. Pero me parece interesante que se discuta. Por ejemplo, detrás de mi charla Vespaña hay dos meses de viaje pagado de mi bolsillo, bastantes horas de trabajo para preparar la proyección, una inversión considerable (la moto, la cámara de fotos, el ordenador, el proyector…) y un desplazamiento y una dedicación de varias horas para dar la charla. Supongo que esos gastos (¡voluntarios!) deben reflejarse de alguna manera en la tarifa. Por otra parte, no dejo de pensar que me basta una hora y pico de narración, con la que además disfruto, para llevarme 225 euros. Y que a la gente le cuesta muchas horas de trabajo reunir ese dinero.

A la hora de establecer los honorarios entra en juego otro concepto muy resbaladizo: el caché. Una persona con prestigio (o simplemente famosa) puede cobrar un dineral por dar una charla, hacer una presentación o apadrinar un acto. El caché no es un criterio objetivo. Se fija según las pretensiones del personaje y el interés de los organizadores, por razones y conveniencias que nadie tiene por qué conocer si se trata de un acuerdo privado. Cuando el dinero es público, me parece necesario que las cantidades se divulguen, para que se pueda discutir si la aportación social de esos eventos justifica tales honorarios. Así ha ocurrido en este caso: las cantidades cobradas son públicas y además se han divulgado. Fenomenal. Ahora sería interesante que los pamploneses, y en especial los asistentes a las charlas, nos dijeran a Marichalar, a mí y a los demás ponentes si consideran adecuados los dineros que hemos recibido del erario de su ciudad.

Aquí van mis cuentas con los pamploneses. Como digo, en febrero cobré 264 euros brutos por cada una de las dos charlas que di en el programa "Otras maneras de vivir" (asistieron unos 40 o 50 espectadores a cada una). En el otoño pasado recibí 300 euros brutos por una charla en euskera para el Ateneo Navarro (unos 50 o 60 espectadores; la incluyo porque creo que esta entidad recibe subvenciones del Ayuntamiento). Y hace un par de años di una serie de cinco charlas viajeras en el centro cultural de la Navarrería, por cada una de las cuales cobré 75 euros brutos (asistieron entre 20 y 50 personas por charla). ¿Es justo? ¿Es poco? ¿Es mucho?

Para completar el panorama y saciar algunas curiosidades, explicaré que esa tarifa mía que ronda los 200 o 300 euros suele variar mucho de unas ocasiones a otras. Evidentemente considero justo que me paguen y prefiero cobrar más que cobrar menos. Pero procuro amoldar los precios a las posibilidades de cada organizador y nunca he rechazado ninguna propuesta porque pagaran poco. He dado bastantes charlas gratis, por diversas razones (por convencimiento propio y alguna vez por descaro ajeno). Con una asociación cultural de un pueblo de 85 habitantes pacté estos honorarios: un queso y una botella de sidra. Otras veces me han pagado cantidades que me parecen muy generosas. La vez que más he cobrado con dinero público: 300 euros. La vez que más he cobrado con dinero privado: 600 euros y una comilona espectacular.

Terminaré con el caso del viajero y divulgador Josu Iztueta, conductor del legendario autobús Nairobitarra y protagonista de algunas expediciones muy destacadas. Josu suele ir donde le llamen y cobra lo que le paguen, ya sean 100 euros o 300, y se pone enfermo con lo que él llama “despilfarro cultural”. Maneja un criterio interesante: si el coste de una de sus charlas sale a más de 5 o 6 euros por espectador… malo (aunque a veces la culpa de la asistencia escasa sea del organizador, que quizá no se ha esforzado en anunciar la charla porque total ya está pagada con dinero público…). Hace poco a Josu le ofrecieron 400 euros por dar una charla en un euskaltegi, lo que le exigía un viaje de tres horas por autopista, ida y vuelta. Aceptó con una condición: por esa cantidad, además de dar la charla a los alumnos del turno de la mañana (como estaba previsto), se quedaría y se la daría también a los del turno de la tarde. En otra ocasión le ofrecieron 500 euros por una charla en otro euskaltegi, también lejano, y él se negó y se negó… hasta que rebajaron el pago a 300 euros, y entonces aceptó. El organizador insistía para que Josu aceptara los 500 euros con este argumento: “Deberías cobrarlos, porque es lo que han cobrado los otros dos invitados: un escritor y profesor universitario y un académico de la lengua”. Josu siguió peleando hasta conseguir que le rebajaran el sueldo.


Sé que es un caso insólito. Pero de eso hablábamos: de otras maneras de vivir.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Contra el óxido


Basta con alejarse un poco -unos días, unos cientos de kilómetros- para darse cuenta de que en casa somos muy raros. Quizá pasemos años sin darnos cuenta, quizá no nos demos cuenta nunca, pero nuestra vida normal es rara de narices.

Yo mismo suelo sumergirme durante muchos meses en esa vida rutinaria y estrecha. Los días pautados, la necesidad imperiosa de una cuadrícula, el miedo al tachón, la obsesión por ahogar cualquier riesgo, las ansias de amarrar el futuro (¡amarrar el futuro!), la necesidad de contar siempre con un manual de instrucciones. La vida se va impregnando de estas leves -o no tan leves- angustias, hasta que las angustias ya no se distinguen de la vida misma. Y vivimos con el acecho permanente de los temores. A mí también me pasa. Pero cuando vuelvo de un viaje y lo veo con ojos forasteros, me extraña mucho.

El extrañamiento: un ejercicio saludable que se consigue, por ejemplo, viajando. Regresando. A la vuelta de Marruecos, me extraña el panorama que encuentro. En ese empeño por encauzar la vida, veo con pena que algunos amigos están aplastados por el exceso de trabajo, otros viven recontando euros con angustia, hay quien padece a diario un trato tormentoso o injusto y quien vive decepcionado porque no le reconocen su tarea. Las palabras más habituales en las conversaciones son hipoteca, euríbor, horas extra, oposiciones y sobre todo una, la estrella: agobio. El resultado: migrañas, nervios quebradizos, mal humor, tristeza. Por si fuera poco, la Real no puede con el Hércules (1-1) ni con el Rácing de Ferrol (0-0).

No tengo ninguna lección que dar a nadie. Yo caigo en esas trampas igual que casi todos. Este año me han pillado dos tsunamis laborales consecutivos y en junio acabé ingresado en neurología (desdramaticemos: no quedaban camas y pasé la noche en la sección de lactantes). Todavía ando con unas pastillas para el dolor de cabeza siempre a mano, por si acaso.

No tengo lecciones para nadie pero sí una para mí mismo (en dos meses de vespa jamás me dolió la cabeza) y un recuerdo. El de Ibrahim, el tipo de la foto (ejem: el de la izquierda), un bereber que vive en Boumalne Dades, una pequeña ciudad del Atlas marroquí. Sus padres habitan una cueva de las montañas. Él no habla árabe pero sí bereber y francés, y un poco de español, italiano, inglés y alemán. Hable el idioma que hable, lo hace muy bajo y muy despacio. En los meses de temporada alta trabaja como guía turístico para una agencia. Nos lo encontramos en enero, época de turistas flacos, y entonces se dedicaba a tomar té en la terraza de un amigo hostelero. Así pasa muchos meses: paseando y charlando con los amigos. Nos explicó que no trabajaba más porque no necesitaba más. “Soy rico en tiempo”, decía.

Lo sé: la frase suena a Paulo Coelho que espanta. Pero da envidia. Me acuerdo de Ibrahim cuando vuelvo del viaje y me reencuentro con algunas locuras cotidianas. En realidad, encuentro lo mismo que había cuando me fui. Pero antes era el paisaje habitual, ya asimilado. Y ahora, después de este octubre de viajes en vespa y furgoneta melonera, aún me durará un tiempo el asombro ante nuestras propias costumbres, nuestras prioridades, nuestras inercias.

Empecé este blog explicando que salir de viaje casi me gusta más que viajar. Hoy, después de pasar octubre en órbita, disfruto de la vuelta a casa. Y encuentro otra razón para el almacén de excusas viajeras: necesito viajar para poder volver. Al volver miramos y remiramos lo que tenemos siempre delante de los ojos. Lo ponemos en cuestión. Por eso, el viaje también es un movimiento contra el óxido.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Espagueti bisnes

Si viajamos con vehículo propio por Marruecos, el primer rito que debemos cumplir en una ciudad es el de negociar con los gardiens, los vigilantes de los aparcamientos. Entiéndase por aparcamiento cualquier superficie en la que sea físicamente posible aparcar. En cuanto dejemos el vehículo, aparecerá entre los coches un hombre vestido con un amago de uniforme (vale una chaqueta con el nombre de un supermercado, vale una bata mahón, vale un chaleco reflectante). Los gardiens de las ciudades pequeñas tienden a ser discretos, educados y dignos. Los de las grandes ciudades suelen ser descarados, bullangueros y tramposos. Y los jóvenes inexpertos, como el que nos tocó en una callejuela céntrica de Marrakech, oscilan a ráfagas entre la timidez y la chulería.

-Cien dirhams por un día -nos pidió en francés, en cuanto bajamos la ventanilla (redondeando, cien dirhams son diez euros). Yo ya tenía referencias: en enero, Josema y yo habíamos pagado veinte dirhams por un día, aunque en una calle mucho menos céntrica. No me parecen mal los intentos de desplumar a los turistas pidiendo precios desorbitados (allá cada cual con su habilidad), pero a mí me tocaba hacerme el ofendido. Y en español, dando voces y señalándome la cara, que desconcierta más.

-¡Cien dirhams! ¡Pero tú me ves cara de tonto! ¡Qué te has creído, fistro!

Metí primera y amagué que me iba. El chaval reculó rápido.

-Cuarenta dirhams.

-¿Cuarenta?

Me quedé en silencio un rato, pensando en el contraataque. El chico estaba inquieto.

-Cuarenta no -le dije-, te pagamos cincuenta. Pero por dos días.

Entonces sacó del bolsillo dos tacos de papelitos, rojos y blancos. En los blancos ponía "10 dh". Y en los rojos, "20 dh". Explicó que teníamos que comprar uno de diez por cada noche y uno de veinte por cada día. Hizo sus cuentas:

-Dos noches, dos papeles de diez. Y dos días, dos papeles de veinte. Total: sesenta.

-Sesenta por dos días. ¡Y nos pedías cien por uno!

Risitas nerviosas del chaval.

-De acuerdo con lo de los papelitos. Pero nosotros dejamos la furgoneta esta noche (diez), mañana todo el día (veinte) y la siguiente noche (diez). Total, cuarenta. Te pagamos cincuenta y en paz.

Aceptó. Nos estrechamos las manos. Me dio dos papelitos de veinte y uno de diez. Le pagué cincuenta dirhams. Y nos marchamos felices, con orgullo indianajonesco: habíamos aparcado en el cogollo de Marrakech, nos pedían cien por un día y acabamos pagando cincuenta por dos.

Pero los negocios, querido Indiana, nunca resultan tan sencillos en Marruecos. Y aunque no me parecen mal los intentos de desplumar a los turistas con precios desorbitados, me da mucha muchísima rabia que no respeten la palabra. Por la tarde siguiente, cuando nos acercamos un momento a la furgoneta para coger algunas cosas, el chaval se nos lanzó a la yugular para pedirnos veinte dirhams más si queríamos dejarla la segunda noche.

Eso me cabreó de verdad y le respondí a voces. Le recordé que habíamos pactado cincuenta, que nos habíamos estrechado la mano, le puse delante de las narices los papelitos blancos y rojos que me había dado... El chico se puso a discutir. Y si la experiencia es importante para no pagar más de lo debido, también lo es para saber que en estas situaciones a Indiana le conviene enfundar el látigo. Da rabia ceder. Pero no conviene llevarse mal con los gardiens. Así que lo mejor es buscar una solución intermedia, con diplomacia.

-No te voy a pagar más. Pero sé que te pasas todo el día aquí en la calle con los coches, sé que es duro. Me gustaría agradecerte el trabajo, y mañana, cuando nos vayamos, te daré un regalito (an-petí-cadó: el abracadabra para viajar por Marruecos).

Por la mañana siguiente el chico no estaba. Le tocaba dormir. Pero su compañero, un bigotudo con sombrero de paja, nos pidió inmediatamente el peticadó. Llevábamos la furgoneta bien cargada de cierto regalito que en casa cuesta 30 céntimos de euro y que en Marruecos abre muchas puertas. Lo había aprendido en enero con Josema. Saqué uno de los paquetes de medio kilo, se lo tendí al hombre y los ojos le hicieron chiribitas. Para rematar la jugada sólo faltaba adornar el regalo con un poco de glamour:

-Es una famosa marca de pasta italiana. Mira, mira la marca: espagueti...

-¡Espagueti Eroski! -leyó el hombre, entusiasmado.

Y nos despedimos con unos tremendos y felices apretones de manos.

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