En las caminatas costeras de estos días, a menudo termino la etapa en un pueblo por el que no pasa ningún autobús o tren que me devuelva al punto de partida, o lo hace pero cuatro horas más tarde, por lo que he recuperado aquella costumbre de cuando éramos jovenzuelos: el autostop. Si Mercedes Milá monta un gallinero humano y lo presenta como un estudio sociológico, yo no voy a ser menos y ofreceré algunas conclusiones sobre las clases sociales en función de su respuesta ante un dedo pulgar alzado en la cuneta.
En los últimos diez o doce días he hecho dedo tres veces. En el primer caso me recogió un chaval, dueño de un barco pesquero, que iba con su furgoneta a vender el pescado en otro puerto cercano. Vuestro olfato podrá recrear el glamour de aquel vehículo. El chico me contó con detalle las peripecias que había vivido alrededor de una subvención autonómica para renovar su barco, un culebrón digno de mafias rusas en el que se jugaban muchos miles de euros y en el que participaban armadores corruptos, astilleros codiciosos, cófrades indolentes y políticos caraduras. Poco edificante pero muy entretenido.
En el segundo caso paró un cochecito pequeño, en el que viajaban dos maestras que habían terminado la jornada y volvían de la ikastola a casa. Primero se quejaban de que sólo ellas se preocupaban por comprar el café y las galletas para la sala de profesores y luego pasaron varios kilómetros tratando de mejorar el último verso de unas estrofas que cantarían los alumnos el día de Santa Águeda. No me atreví a colaborar.
En el tercer caso me recogió la furgoneta de un mecánico, un hombre que se acercaba a los sesenta años y que había trabajado mucho en el extranjero arreglando los motores de grandes barcos. Le pregunté en qué países había trabajado. Ponedle acento vasco serrao-serrao, para que la respuesta cobre todo su esplendor: “Pues sobre todo en la Micronesia”. ¡La Micronesia! “Sí, en las islas Marshall, en Guam… También en Japón, en Marruecos, en Cuba, en Estados Unidos, en Taiwán…”. La gente es muy amable en todo el mundo, decía. Los estadounidenses son muy educados, los chinos son muy atentos, los micronesios te llevan en sus coches adonde quieras, en Cuba… ay, Cuba es para ir con treinta años, yo fui con cincuenta…
Por tanto, me recogieron un pescador, dos profesoras y un mecánico.
La primera conclusión no os sorprenderá: los ricos nunca paran. Bueno, afinemos: el mecánico ganaba un dineral cada vez que se iba al extranjero, así que no es cuestión de pasta. Quizá tenga que ver con las características de los vehículos y la vestimenta de sus conductores: mis esperanzas como autoestopista están puestas en las furgonetas de reparto, los camiones, los coches de los comerciales, en el conductor que viste un mono de trabajo. Porque vi pasar muchos encorbatados, que serían ejecutivos o directivos o altos cargos, que quizás cobraban menos que el mecánico de barcos, pero conducían audis o bemeuves o mercedes, y cuando veía alguno de éstos abandonaba toda esperanza. Imposible. Los coches de gama alta deben de traer de serie algún inhibidor que les impide detenerse junto a un pulgar alzado. Así que podríamos decir: los audis nunca paran.
Ahora miremos al autostopista, es decir, a mí mismo: un treintañero que va solo, con una mochila, con botas y pantalones manchados de barro reseco. No descartemos que el miedo a manchar la tapicería sea un factor que frena a los conductores de audis. Sé que el mecánico o el pescador no tienen ese miedo, como tampoco lo tendría yo con mi furgoneta melonera, de modo que podemos lanzar otra conclusión tajante y con el mismo rigor que las de Milá: el afán por la limpieza es egoísta.
Espero que la próxima vez el audi de algún ejecutivo me descabalgue todas estas teorías. Pero en el fondo creo que no me apetece. Me acuerdo de las batallitas del pescador, los versos de Santa Águeda y de las andanzas del mecánico por la Micronesia, y apunto otra hipótesis: seguro que los kilómetros con los encorbatados son mucho más aburridos.
En los últimos diez o doce días he hecho dedo tres veces. En el primer caso me recogió un chaval, dueño de un barco pesquero, que iba con su furgoneta a vender el pescado en otro puerto cercano. Vuestro olfato podrá recrear el glamour de aquel vehículo. El chico me contó con detalle las peripecias que había vivido alrededor de una subvención autonómica para renovar su barco, un culebrón digno de mafias rusas en el que se jugaban muchos miles de euros y en el que participaban armadores corruptos, astilleros codiciosos, cófrades indolentes y políticos caraduras. Poco edificante pero muy entretenido.
En el segundo caso paró un cochecito pequeño, en el que viajaban dos maestras que habían terminado la jornada y volvían de la ikastola a casa. Primero se quejaban de que sólo ellas se preocupaban por comprar el café y las galletas para la sala de profesores y luego pasaron varios kilómetros tratando de mejorar el último verso de unas estrofas que cantarían los alumnos el día de Santa Águeda. No me atreví a colaborar.
En el tercer caso me recogió la furgoneta de un mecánico, un hombre que se acercaba a los sesenta años y que había trabajado mucho en el extranjero arreglando los motores de grandes barcos. Le pregunté en qué países había trabajado. Ponedle acento vasco serrao-serrao, para que la respuesta cobre todo su esplendor: “Pues sobre todo en la Micronesia”. ¡La Micronesia! “Sí, en las islas Marshall, en Guam… También en Japón, en Marruecos, en Cuba, en Estados Unidos, en Taiwán…”. La gente es muy amable en todo el mundo, decía. Los estadounidenses son muy educados, los chinos son muy atentos, los micronesios te llevan en sus coches adonde quieras, en Cuba… ay, Cuba es para ir con treinta años, yo fui con cincuenta…
Por tanto, me recogieron un pescador, dos profesoras y un mecánico.
La primera conclusión no os sorprenderá: los ricos nunca paran. Bueno, afinemos: el mecánico ganaba un dineral cada vez que se iba al extranjero, así que no es cuestión de pasta. Quizá tenga que ver con las características de los vehículos y la vestimenta de sus conductores: mis esperanzas como autoestopista están puestas en las furgonetas de reparto, los camiones, los coches de los comerciales, en el conductor que viste un mono de trabajo. Porque vi pasar muchos encorbatados, que serían ejecutivos o directivos o altos cargos, que quizás cobraban menos que el mecánico de barcos, pero conducían audis o bemeuves o mercedes, y cuando veía alguno de éstos abandonaba toda esperanza. Imposible. Los coches de gama alta deben de traer de serie algún inhibidor que les impide detenerse junto a un pulgar alzado. Así que podríamos decir: los audis nunca paran.
Ahora miremos al autostopista, es decir, a mí mismo: un treintañero que va solo, con una mochila, con botas y pantalones manchados de barro reseco. No descartemos que el miedo a manchar la tapicería sea un factor que frena a los conductores de audis. Sé que el mecánico o el pescador no tienen ese miedo, como tampoco lo tendría yo con mi furgoneta melonera, de modo que podemos lanzar otra conclusión tajante y con el mismo rigor que las de Milá: el afán por la limpieza es egoísta.
Espero que la próxima vez el audi de algún ejecutivo me descabalgue todas estas teorías. Pero en el fondo creo que no me apetece. Me acuerdo de las batallitas del pescador, los versos de Santa Águeda y de las andanzas del mecánico por la Micronesia, y apunto otra hipótesis: seguro que los kilómetros con los encorbatados son mucho más aburridos.
10 comentarios:
Excepciones que confirman la regla.
Una mañana, en París, me paró un señor con un Mercedes espectacular. Cuando me hundí en el sillón de cuero, me preguntó dónde iba. Hacia España, le dije yo, San Sebastián.
-Bien -me dijo él-, yo te acerco hasta un peaje de autopista de salida de París en esa dirección. ¿Le apetece un poco de música?
-Por supuesto, como usted quiera.
Y empezó a sonar dentro del Mercedes como en una abadía: gregoriano.
Navegamos por la carretera unos veinte minutos. Cuando me dejó me tendió la mano y vi como daba la vuelta para regresar a París.
Para mí ese señor representa conceptos que se leen en los libros de historia: La Grandeur, y La Vieja Francia.
Ander, prueba a ponerte unas medias con liga y una peluca rubia; Si además te montas dos cocos disimulados bajo la pechera, te aseguro que te pararán camioneros, pervertidos, policias... ampliaras la clientela.
A cierto amigo también le paró un señor con un cochazo. A mitad de camino intentó meterle mano (el señor a mi amigo).
Así que, Imanol, me siento ofendido por tus insinuaciones acerca de mi falta de atractivo.
Lo peor es cuando paran, te miran y aceleran.
Meditaré esta frase maravillosa: "el afán por la limpieza es egoísta". Ya temgo ganas de soltársela a cualquiera.
J., estuve a punto de escribir simplemente que "la limpieza es egoísta", pero ya me parecía demasiado morro, je.
J., aquí cualquiera, preparada para que me sueltes nuevas frases (robadas).
Te tocó, Mòmo, confieso. Tenía que escribirla o explotar.
Auto stop, que recuerdos.
Pues...yo creo que además del afán, hay miedo (o es lo mismo?) Yo también he hecho de autoestopista y tampoco me ha parado nunca un coche de alto nivel, y siempre fanteseo con la idea de que sus conductores suelen tener más miedo que los que llevan coches modestos o cochambrosos: miedo a que les roben, miedo a que sea alguien muy pesado, miedo a que lleve drogas, miedo a que sea una prófuga de la justicia, miedo a querer irse con una, abandonar su cochazo, su corbata o sus tacones y coger una mochila, miedo a lo desconocido y a morirse de ganas por conocerlo.
Supongo que la mayoría de las veces el conductor tiene pereza (¿prima pequeña del miedo?) de llevar en su coche a un desconocido. A muchos se les hace incómodo, como compartir ascensor con un extraño, porque no saben o no quieren preguntar, escuchar, charlar.
Por eso iba la última hipótesis, la de que esas personas son más aburridas.
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