sábado, 12 de julio de 2008

Los planes de nuestro Stanley (2)

El 7 de julio recibimos un mensaje de Agustín Egurrola. Anunciaba que dos días antes había llegado a Pobierewo, en la costa de Polonia, y que así había terminado su caminata desde el mar Adriático hasta el Báltico, por el centro de Europa.

En verano celebrará su décimo aniversario como pensionista con una gran fiesta.

Y estos son sus planes ciclistas para el año que viene: pedalear desde México D.F. hasta el centro de Canadá y/o desde Katmandú hasta el lago Baikal y/o desde el Cabo de Roca (Portugal) hasta la cordillera rusa de los Urales.

En ese 2009, Agustín cumplirá 75 años. Ya lo escribí: primero pienso que ya me gustaría a mí llegar a los 75 y ser capaz de hacer las cosas que hace Agustín. Luego pienso que ya me gustaría a mí hacer las cosas que hace él... ahora mismo, con mis 32 años.

viernes, 11 de julio de 2008

El encargo de Stanley (1)

En 1869, Henry Morton Stanley era un periodista de 28 años ya muy trotado que viajaba por España para seguir los estallidos del Sexenio Revolucionario -un término que, por cierto, siempre me ha parecido de lo más sugerente-. De Madrid viajó a Santa Cruz de Campezo (Álava) para asistir a un levantamiento carlista, luego se trasladó a Zaragoza para contemplar otra rebelión, de allí a Valencia porque andaban a cañonazos... De vuelta en Madrid, recibió un telegrama desde la sede de su periódico, The New York Herald. Le ordenaban trasladarse a París para reunirse con Gordon Bennet, director del diario.

Allí, el 16 de octubre de 1869, Gordon Bennet le hizo un curioso encargo: debía recorrer África en busca de David Livingstone, el misionero y explorador escocés.

Esta historia es bastante conocida. Lo que no es tan conocido es el resto del encargo. Debía encontrar a Livingstone, sí, pero antes debía realizar otros trabajos:

-Asista a la inauguración del canal de Suez y envíeme una crónica. Después suba por el Nilo y describa todo lo que encuentre interesante en el Alto Egipto y prepare una guía práctica para los viajeros aficionados. Escriba algo sobre la expedición de Baker en busca de las fuentes del río. Después viaje a Jerusalén y entérese de las excavaciones que está haciendo el capitán Warren, parece que han hecho descubrimientos importantes. Entre en Siria y envíeme una crónica política del país. Siga hasta Constantinopla, infórmese de los conflictos entre el jedive y el sultán. Pase luego por Crimea, visite las exploraciones arqueológicas y los campos de batalla. En el Cáucaso, investigue la política y los proyectos de los rusos en aquella región y en el mar Caspio. Dicen que los rusos proyectan una expedición a Kiva. Entérese. Cruce a Persia y mándenos algo interesante desde Persépolis. Bagdad le queda de camino, escriba alguna crónica sobre el valle del Éufrates. Luego viaje a la India, échele una mirada, prepare algo, y ya desde allí embarque hacia África y empiece a buscar a Livingstone. Páselo bien y que Dios le acompañe.

(¿Algún editor se anima?).

miércoles, 9 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (3): La tómbola

Para celebrar estas fechas, va una columna sanferminera de Javier Olabe.

La tómbola

Todas las primaveras, en el paseo de Sarasate florecen bicicletas. Los transeúntes se sonríen y pasean con garbo renovado, los niños dan patadas histéricas a sus madres encintas para alegría de los padres primerizos, y las villavesas vuelan bajo para que los viajeros se extasíen con el espectáculo jubiloso: la tómbola de Cáritas comienza a instalarse, y con ella se empiezan a desperezar los sanfermines.

En la rifa loca de la caridad estival, a mí me cayó el año pasado una lata de melocotón en almíbar, que al fin y al cabo es algo que se agradece. Pero a la viuda de Machinena, impedida la pobre de ambas piernas, la Fortuna atolondrada le señaló una bicicleta de montaña, que traía de propina el rencor de miríadas de niños agraciados -o mejor, desgraciados- con pantys descanso y juegos de perchas. Mis primos y yo fuimos distinguidos un 13 de julio con sendas cajas de polvorones Doña Jimena, que nos comimos enteras, no sin disgusto, como obligados por un compromiso secreto contraído con el numen del destino. He visto a familias desconsoladas desbaratar inútilmente decenas de boletos sin merecer una carantoña de la suerte que dote a su cocina de un lote de cucharas o a sus churumbeles de un balón de playa, pero también he asistido a piruetas del azar que hacen brotar un microondas del boleto único comprado “para que se calle ya este crío”.

La tómbola se ha ido sofisticando en los mecanismos de sorteo y obsequio, y donde antes no cabía más que el boleto premiado y el boleto numerado, ahora hay una muchedumbre de ocasiones para la chiripa, la chamba y el acaso: por una parte están los boletos que han de reunirse en número de cinco, diez o quince para aspirar a un premio de calidad superior a la común, como una muñeca sandunguera, un jarrón de Talavera o una tricotosa de juguete; también hay unos que no traen números para la rifa de un coche o un canapé -después de muchos años de atonía supe que se trata de un somier, y nunca quise que nos cayera, porque menuda gaita tener que cargar con un somier en plenos sanfermines; aunque sea la moto te la puedes llevar puesta-, sino que contienen tan solo una letra, la te, o la o, o la eme, y con ellas hay que formar la palabra “tomboleto” -en verdad altísona y hermosa- para hacerse acreedor de regalos de ensueño, como un traje de tres piezas en Mateo Hnos, un jamón de Teruel o un robot de cocina. Inciso: mal haya el que burló la inocencia de los niños bautizando con el nombre mágico de “robot de cocina” a una triste minipimer, mal haya digo, y ojalá no tenga que ver nunca el chasco infinito de sus párvulos cuando la mayor habilidad de lo que habían imaginado una chacha transformer con cofia de luces sea montar claras.

Para poner una nota de miseria donde sólo se dispensa esperanza y contento a manos llenas, la organización diocesana, sabia y providente, ha dispuesto que los boletos los vendan unas viejas a las que se sirve chupitos de vinagre a cada rato y se priva invariablemente de cambios para mantener con el vigor del primer desengaño el resquemor de su soltería obligada y ya definitiva, de forma que cuando los paseantes se deciden a jugar y van al mostrador transportados de alegría sanferminera y como mecidos por el hormigueo de la ventura presentida, ellas les enganchan por el tobillo y les bajan de un tirón a un mundo funesto donde de pronto es octubre y las tapas de los yogures desdeñan siempre los lametones con un “sigue buscando” que no entiende de edad ni condición.

Seguro que las bicis se las quedan ellas.

lunes, 7 de julio de 2008

Otras razones para ver el Tour

1) Hace unas semanas, Josu charló en California con una vasca emigrante que ahora tiene 87 años. En realidad ella nació en Buenos Aires, pero sus padres provenían de la provincia pirenaica de Zuberoa, y al poco de nacer se la llevaron de vuelta a la tierra de origen. La mujer creció en Zuberoa, se casó con un pastor y juntos emigraron a Estados Unidos. Allí se la encontró Josu, seis o siete décadas más tarde. Ella le contó que le gusta mucho ver el Tour de Francia por televisión. Disfrutó con los años de Armstrong, porque entonces los americanos hacían más caso al Tour, y porque uno de los pocos que le peleaba el maillot amarillo era un chico vasco, cómo se llamaba, Beloki, y eso le llenaba de orgullo.

A la mujer le gusta el Tour, pero hay unas etapas determinadas que espera durante todo el año con una ilusión especial. En esas etapas se emociona hasta las lágrimas:

-Cuando pasan por los Pirineos, veo mi tierra en la televisión.

2) La generosidad de François Faber, que dejaba caer neumáticos de repuesto con disimulo para ayudar a sus rivales sin que se enteraran los jueces. El pinchazo de Erik Zabel y sus palabras sobre Rolf Aldag, el gregario que le espera. El narrador colombiano de Radio Caracol (y el gracioso despiste reptilesco del subtitulador). El Tour es una historia de hombres, de los muy grandes y de los muy pequeños.

viernes, 4 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (2): La maldición de Amparito Crystal

En la asignatura de Periodismo Literario, los alumnos debían escribir una reseña de El nuevo periodismo, el libro en el que Tom Wolfe recopilaba los textos de algunos periodistas estadounidenses de los años 60. Estos autores defendían el uso de técnicas literarias en las crónicas y los reportajes (diálogos, descripciones detalladas, caracterización de personajes...) sin dejar de lado el rigor exigible al periodismo. Buscaban sumergirse en las vidas de las personas, conocer sus entornos hasta el mínimo detalle y retratarlos con gran precisión. Muchos de sus textos describían a los personajes y los ambientes extravagantes de aquellos bulliciosos años 60.

Javier Olabe no entregó una reseña. Simplente escribió un texto nuevoperiodista, que para él era "algo así":

La maldición de Amparito Crystal

Leída la antología de artículos que propone Tom Wolfe, parece que el Nuevo Periodismo se dedica a relatar el pormenor de las resacas de viragos descastadas adictas a los opiáceos, o la desidia deletérea de una bohemia tuna y aburrida. Algo así:

“Llamo a la puerta, pintada de un rojo furioso, y dentro oigo un taconeo desigual y quelonio. Un tufo agresivo a cosméticos caducados y sobaquina guarra precede la catinga portuaria de Amparito Crystal, el travestido cojo que hasta hace un año era la starlette más celebrada por la progresía intelectual y las fruteras de barrio. Atropellada sin piedad por el corcel fiero de la fama, Amparito Crystal se ha refugiado en el consumo ciego de psicotrópicos sin tasa... y en una buhardilla mínima y desastrada. Me abre una putanca equina y maldormida en la que me cuesta reconocer a la rutilante y festiva Amparito Crystal.

-¿Qué? -me espeta, y sin esperar respuesta masculla “ah, ya” y se da la vuelta con su torpeza patizamba agravada por la embriaguez temprana. La sigo.

Aunque todas las persianas están bajadas, el hedor delata una cochambre desparramada y ubicua. Amparito vuelca un rimero de revistas viejas y se sienta en un sofá de peluche rosa polvoriento y rajado. Rebusca debajo de un vestido de lentejuelas tirado en una mesita baja para sacar un vaso con güisqui, que por lo visto estaba bebiendo hasta mi llegada. Se lo acerca a los labios sin demasiada avidez, y el fulgor del vaso se le refleja en los ojos como una candileja turbia. Escarba en el bolsillo y saca una caja desbaratada de Prozac. Es una de las esquinas rasgadas de la caja hay restos de carmín seco.

-¿Quieres? -me dice cuando se da cuenta, algo sorprendida, de que estoy de pie frente a ella, y adivino enseguida que prefiere que no quiera-. Siéntate donde puedas.

Me siento en una silla voluptuosa de mimbre con el respaldo arrasado, y de Amparito brota una verborrea torrencial y ebria:

-No sé ni cómo fue. Un día salí al escenario, y sólo oí aplausos. Eso está bien, dirás. Pues no. Está mal, muy mal. A mí me gustaba escucharlas a ellas. Ya sabes quién son, querido. Las esposas de todos los hombres que yo envenenaba con mi belleza, de todos aquellos que yo tenía a mis pies, a los que ni siquiera miraba cuando ellos me devoraban con la vista, a los que machacaba las manos ansiosas con el tacón cuando las lanzaban hacia el escenario hacia mí, el objeto oscuro de sus deseos insatisfechos, el deleite secreto y animal que aquella turba enloquecida de marimachos domésticas no era capaz de satisfacer. Venían de todas partes, y gritaban como dementes, aullaban como perras, me llamaban puta. y maricón, y marrano, y a mí me encantaba, y ponía los ojos en blanco y les lanzaba los claveles que me tiraban sus maridos. Llegaban a cientos, a veces con los bolsos llenos de piedras, en autobuses organizados por las parroquias, y levantaban pancartas con las fotos de sus hijos para avergonzar a sus maridos perdidos sin remedio por mi causa. Y así una noche, y otra, y otra más, y me seguían allá donde iba, y aguaban las ruedas de prensa y saboteaban las veladas que yo ofrecía lanzando huevos a los embajadores que me cortejaban sin tregua. Pero un día, de golpe, nada. Sólo aplausos. Miré al patio de butacas, y sólo había viejos verdes, desdentados y con ganas de sandunga. Pero de ellas, ni rastro. Miré detrás del telón, por si habían sofisticado sus ataques y pretendían acaso apuñalarme por la espalda mientras recogía los claveles de su desgracia. Pero nada. Nada de nada. Me saqué el tacón derecho, se lo tiré a un sesentón baboso que me estaba hartando, me metí en un taxi revestida aún con los arreos de actuar, y me encerré en este pozo a recordar sus alaridos. A veces me parece que las oigo, que vienen con afanes renovados blandiendo hoces, gritando que quieren escupirme, lapidarme, quemarme viva, y me asomo a esa ventana, y las desafío como hacía antes. Pero no están. Ya nunca están. Se han ido, no sé a dónde. Y ya no puedo cantar. Porque yo cantaba para ellas".

miércoles, 2 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (1): Un sang impur

Durante los próximos días colgaré algunas de las columnas que guardo de Javier Olabe. Aquí va la primera.

Un sang impur

Ya al principio de los tiempos, Dios decretó la enemistad entre la serpiente y la mujer. Después, y ya por su cuenta, los franceses se enemistaron con el resto del mundo. A nadie se le oculta que los franceses son personas avinagradas y malignas, amigas de infligir dolor sin tasa a seres indefensos que tienen la desventura o la inconsciencia de ponerse a su alcance. Las viudas y los huérfanos, después de años de atropellos y desprecios, han aprendido a apartarse del camino de marselleses, turonenses, bordoneses, lioneses, corsos, bretones, normandos y, muy especialmente, parisinos, que para demostrar la singularidad magnífica de su primado ejercen con maestría y naturalidad la vileza viciosa de los hijos de Madame Guillotine. Menos avispadas han sido las palomas, animales apreciados en muchas capitales del mundo civilizado, y singularmente maltratadas en la ciudad de las luces y los argelinos siniestros.

En el amable jardincillo que hay a la entrada del Grand Palais contemplé una escena espeluznante. Sentada en un banco había una joven leyendo un libro. La joven parecía interesada por la lectura, incluso podría decirse que estaba absorta en ella. No prestaba la menor atención a la gente que pasaba por el camino, y no se inmutó cuando un niño escandaloso atronó la entrada del palacio con el timbre cascado de su triciclo. Tampoco movió la cabeza cuando dos ancianas, por lo demás bastante apacibles, se sentaron en el mismo banco que ella. Sin embargo, lo que no habían conseguido ni la bullanga del niño ciclista ni la calma sospechosa de las ancianas plácidas, lo consiguió una paloma gris y panzuda que vino a posarse en el respaldo del banco. La muchacha no dudó en abandonar la lectura que tanto placer le daba para espantar con prisa y violencia a la inoportuna paloma. También las ancianas olvidaron por un momento su tranquilidad pensionista para ayudar a la muchacha a deshacerse de su molesta visitante. Una de ellas alzó incluso un bastón con puño de plata, remedo senil del estandarte sangriento, y lo empuñó contra la infeliz paloma, que optó por bajar del respaldo y esconderse bajo el asiento. Todo aquel que no haya tenido ocasión de sufrir la mezquindad bílica de este pueblo de letrinas de pago podrá creer que, una vez rechazada la paloma hacia el suelo, la joven habría retomado su lectura y las ancianas habrían vuelto a su conversación descabalada. Nada más lejos de la realidad. Las tres mujeres, unidas por la complicidad artera de su raza malvada, armaron sus piernas contra la desdichada paloma. Las varices no fueron obstáculo para la inclemencia criminal de aquellas viejas despiadadas, que acosaron con tacones y punteras al desgraciado animal. La paloma, harta de patadas, de manotazos, de punteras, de tacones, de varices, de bastones, y, en fin, de francesas malevolentes y puñeteras, decidió salir volando de aquel jardín maldito y dejar para siempre la capital de la maldad gratuita y los libreros de viejo.

Liberadas por fin del fastidio de la paloma inconsciente, la joven lectora y las ancianas virulentas se calzaron la máscara de infelices pálidos con que los franceses recorren el mundo en busca de seres desvalidos que inmolar en el altar terrible de su perfidia infinita. A esperar otra paloma.

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