(Después de retrasos y mareos diversos, después de incertidumbres meteorológicas que nos hacían pensar en una forzosa semana extra en Groenlandia, acabamos de regresar a Reykjavik con casi tres días de retraso. O con sólo tres días de retraso, según se mire. No problem. El texto que sigue es del pasado lunes, cuando nos quedamos en tierra y nos alojaron en un hotel, un texto que no he conseguido colgar hasta ahora).
En mayo, en Ammasalik, la luz solar permanece veinte horas, las temperaturas superan los cero grados casi todo el día, el mar empieza a agrietarse y descongelarse, los cazadores de focas reanudan sus batidas. En las montanyas emergen las rocas, los líquenes, algunos matojos de hierbas pajizas que no hacían la fotosíntesis desde septiembre. La capa de tres, cuatro o cinco metros de nieve que sepulta el pueblo va fundiéndose y asoman cosas olvidadas hace meses: los caminos de tierra, el embarcadero, el campo de fútbol cenagoso, las bicicletas y los camioncitos de plástico abandonados por los ninyos, las cajas, los bidones y las bolsas desparramadas, miles y miles de colillas, un ataúd a medio terminar, pedazos de foca pestilentes, y a veces también suele aparecer bajo la nieve aquel vecino que salió a comprar ginebra en octubre y no volvió a casa.
Por todas partes aflora una especie que ha colonizado rápida, minuciosa y exitosamente el ecosistema groenlandés: la lata de aluminio. En mayo, los pueblos aparecen sembrados de miles de latas verdes y brillantes de las cervezas danesas Tuborg y Carlsberg. Es tiempo de cosecha: algunos ninyos recorren el pueblo recogiendo las latas. Les pagan cinco coronas danesas (0,60 euros) por kilo.
Georg Utuaq, el cazador de focas y guía de turistas, nos ofreció un argumento principal para que nos alojáramos en su casa: "En mi familia no hay problemas ni violencia, no somos alcohólicos". Este detalle es una ventaja comparativa en un pueblo devastado por la bebida. En las calles se ven día y noche borrachos que se tambalean, gritan a todo el que pasa o caen y se duermen en el hielo.
A Lars Peter, el director danés del colegio de Kulusuk, le preguntamos por el tiempo libre de los inuit: "Juegan a cartas y se emborrachan". Eso es en invierno. En verano no juegan a cartas. Hace pocas décadas los inuit pasaban el invierno en sus casas de piedra y turba, y dedicaban el resto del anyo a cazar y pescar. Muchos de ellos siguen cazando y pescando, especialmente en esta costa oriental, pero ahora también tienen alcohol y estadísticas. A los borrachos los vemos por la calle y en las estadísticas leemos que los inuit de Ammasalik se suicidan veinte o treinta veces más que los europeos.
Tuvimos que quedarnos en la aldea de Kulusuk tres días más de lo previsto. Y ahora tenemos que esperar dos días más al avión que nos lleve de vuelta a Islandia. En esta semana y pico groenlandesa hemos hecho excursiones preciosas a pie y en trineo, hemos paseado por Kulusuk y Ammasalik, hemos charlado con los vecinos, hemos cenado con ellos, hemos visto entrenamientos de fútbol y hemos contemplado la vida del pueblo. Seguimos con la mandíbula colgante ante este mundo tan extranyo, tan duro y tan seductor para el visitante. Pero ahora, en apenas un par de días de nevadas y ventiscas que nos impiden movernos o salir de aquí, sin planes y con muchas horas muertas por delante, y cómodamente instalados en un hotel pagado por la companía aérea, experimentamos una minúscula parte de lo que supone el acorralamiento del clima y la geografía groenlandesa. Estas condiciones explican muchas de las tragedias groenlandesas, pero estas condiciones han existido siempre. Lo que ocurre es que los inuit de la costa este han vivido una revolución brutal. Nunca se habían encontrado con los europeos hasta 1884. Entonces eran cazadores prehistóricos y apenas cien anyos más tarde sus bisnietos viven en plena globalización: reciben turistas, ven la tele por satélite, se asoman a internet, compran en supermercados, buscan trabajos en las ciudades y en el extranjero. Evidentemente disfrutan de muchas ventajas y han mejorado su calidad de vida en muchos aspectos, pero un cambio tan drástico ha dejado un reguero de víctimas por el camino. El alcoholismo, los suicidios, el desarraigo y la desesperanza de muchos inuit no puede explicarse sin tener en cuenta esa revolución, ese aterrizaje forzosísimo en un mundo tan distinto. Los detalles quedan para otro texto, quizá para un futuro reportaje, pero por ahora nosotros hemos entendido un poco mejor uno de los factores del drama inuit, y eso que estamos en un hotel: un par de jornadas más encerrados aquí por el hielo y el viento de Groenlandia, sin nada que hacer en todo el día, y empezaríamos a abrir botellas de vino como locos.
(PD: Colgar las fotos es un poco complicado. Ya pondré algunas a la vuelta).
5 comentarios:
Quién les ve y quién les vio. Los inuit desplazaron a las tribus de la Liga Iroquesa de buena parte de Terranova y El Labrador, ayudaron a los vascos en la caza de la ballena y luego se pegaron con ellos (líos de faldas), hasta que acabaron asimilando a los nuevos visitantes (¡qué remedio!). Ahora leo tu artículo y me acuerdo de aquel "baila la vida como un mercenario sin conciencia". Suerte para los inutit (esquimaux para los franceses) y abrazos para los expedicionarios.
¿Habéis visto a Papik y a Viví?
Un abrazo
Tengo un relato/reportaje de Marian Botsford Fraser que te gustará: Osario. Se publicó en Granta. Te lo envío por correo electrónico.
Aquí en Uruguay pasa lo mismo, sólo que los que escogen no emborracharse, se largan para otro continente. ¡Pobre del viejo mundo! Las pestes son cíclicas y mutantes, y ahora tienen nacionalidad.
Gu ere kulusuken egon ginen Georgekin! bera izan zen gure gida ere. Bitxia da hain ezagunak diren izen, herri eta gertakariak irakurtzea eta orain bertan ez egotea. Mila muxu. Maddi suediatik
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