Basta con alejarse un poco -unos días, unos cientos de kilómetros- para darse cuenta de que en casa somos muy raros. Quizá pasemos años sin darnos cuenta, quizá no nos demos cuenta nunca, pero nuestra vida normal es rara de narices.
Yo mismo suelo sumergirme durante muchos meses en esa vida rutinaria y estrecha. Los días pautados, la necesidad imperiosa de una cuadrícula, el miedo al tachón, la obsesión por ahogar cualquier riesgo, las ansias de amarrar el futuro (¡amarrar el futuro!), la necesidad de contar siempre con un manual de instrucciones. La vida se va impregnando de estas leves -o no tan leves- angustias, hasta que las angustias ya no se distinguen de la vida misma. Y vivimos con el acecho permanente de los temores. A mí también me pasa. Pero cuando vuelvo de un viaje y lo veo con ojos forasteros, me extraña mucho.
Yo mismo suelo sumergirme durante muchos meses en esa vida rutinaria y estrecha. Los días pautados, la necesidad imperiosa de una cuadrícula, el miedo al tachón, la obsesión por ahogar cualquier riesgo, las ansias de amarrar el futuro (¡amarrar el futuro!), la necesidad de contar siempre con un manual de instrucciones. La vida se va impregnando de estas leves -o no tan leves- angustias, hasta que las angustias ya no se distinguen de la vida misma. Y vivimos con el acecho permanente de los temores. A mí también me pasa. Pero cuando vuelvo de un viaje y lo veo con ojos forasteros, me extraña mucho.
El extrañamiento: un ejercicio saludable que se consigue, por ejemplo, viajando. Regresando. A la vuelta de Marruecos, me extraña el panorama que encuentro. En ese empeño por encauzar la vida, veo con pena que algunos amigos están aplastados por el exceso de trabajo, otros viven recontando euros con angustia, hay quien padece a diario un trato tormentoso o injusto y quien vive decepcionado porque no le reconocen su tarea. Las palabras más habituales en las conversaciones son hipoteca, euríbor, horas extra, oposiciones y sobre todo una, la estrella: agobio. El resultado: migrañas, nervios quebradizos, mal humor, tristeza. Por si fuera poco, la Real no puede con el Hércules (1-1) ni con el Rácing de Ferrol (0-0).
No tengo ninguna lección que dar a nadie. Yo caigo en esas trampas igual que casi todos. Este año me han pillado dos tsunamis laborales consecutivos y en junio acabé ingresado en neurología (desdramaticemos: no quedaban camas y pasé la noche en la sección de lactantes). Todavía ando con unas pastillas para el dolor de cabeza siempre a mano, por si acaso.
No tengo lecciones para nadie pero sí una para mí mismo (en dos meses de vespa jamás me dolió la cabeza) y un recuerdo. El de Ibrahim, el tipo de la foto (ejem: el de la izquierda), un bereber que vive en Boumalne Dades, una pequeña ciudad del Atlas marroquí. Sus padres habitan una cueva de las montañas. Él no habla árabe pero sí bereber y francés, y un poco de español, italiano, inglés y alemán. Hable el idioma que hable, lo hace muy bajo y muy despacio. En los meses de temporada alta trabaja como guía turístico para una agencia. Nos lo encontramos en enero, época de turistas flacos, y entonces se dedicaba a tomar té en la terraza de un amigo hostelero. Así pasa muchos meses: paseando y charlando con los amigos. Nos explicó que no trabajaba más porque no necesitaba más. “Soy rico en tiempo”, decía.
Lo sé: la frase suena a Paulo Coelho que espanta. Pero da envidia. Me acuerdo de Ibrahim cuando vuelvo del viaje y me reencuentro con algunas locuras cotidianas. En realidad, encuentro lo mismo que había cuando me fui. Pero antes era el paisaje habitual, ya asimilado. Y ahora, después de este octubre de viajes en vespa y furgoneta melonera, aún me durará un tiempo el asombro ante nuestras propias costumbres, nuestras prioridades, nuestras inercias.
Empecé este blog explicando que salir de viaje casi me gusta más que viajar. Hoy, después de pasar octubre en órbita, disfruto de la vuelta a casa. Y encuentro otra razón para el almacén de excusas viajeras: necesito viajar para poder volver. Al volver miramos y remiramos lo que tenemos siempre delante de los ojos. Lo ponemos en cuestión. Por eso, el viaje también es un movimiento contra el óxido.
16 comentarios:
Eternos extranjeros, que diría Pessoa.
Bienvenido.
Confío en que sigas.
Disfruto tanto leyéndote...
Cuando emprendas camino a Ítaca, pide que tu viaje sea largo, que diría Kavafis.
¿Por qué demonios crees, si no, que Ulises tardó tanto en volver? Porque sabía lo que le esperaba en casa: Penélope dándole el coñazo para que le comprara un tapiz nuevo y así poder dejar de tejer, Telémaco obsesionado con una armadura nueva, el perro dejando mierda en medio de la polis...
Puf, y habría que ver Ítaca, un peñasco reseco y salitroso, más adecuado para cabras que para caballos.
(Sí, sí, algún día habrá que ir a ver Ítaca: la isla y sobre todo los visitantes que peregrinen a ella. Ahí hay un reportaje chulo).
¡Ander, estás escribiendo una y otra vez el primer capítulo de una novela viajera clásica!
Eresfea, lo de la novela clásica no, pero anoche sí que pensé que estoy escribiendo una y otra vez el mismo arranque. Pero ayer también reanudé la escritura de Vespaña, así que espero avanzar un poco por alguna parte.
(El mejor prólogo de un libro de viajes, el de "Los caminos del mundo", Nicolas Bouvier. Es un jovenzuelo de 24 años que empieza un viaje sin duración decidida; piensa en las siete vidas de los gatos y se da cuenta de que está entrando en la segunda).
De hecho, creo que sin darme cuenta estoy ensayando un prólogo para Vespaña. Mi temor principal: que me salga un sermón.
Ajá. Bea y yo estuvimos en Ítaca (busquen un viejo número de la revista Geo, busquen). Vivimos en casa de un marino cojo que dormía en la terraza sobre una toalla rosa y que después de dar varias veces la vuelta al mundo cayó en Ítaca y ya no se movió. Tenía una mujer vestida de negro, una hija deficiente y una risa sin dientes y bastante contagiosa. Itentaba tocarle el culo a Bea cada vez que se sentaba junto a él riendo y diciendo "Beatriki, beatriki".
En medio de un bosque, y atrapados por una enorme tormenta, nos rescataron dos ancianos que nos secaron, nos dieron de comer y nos enseñaron fotos de su hija y sus nietos. Estuvimos horas en su casa. Ellos no hablaban más que griego. Nosotros nunca hemos hablado Griego, pero nos reíamos, se reían y las pastas que hacía la señora estaban de gloria.
Y no es tan reseca, Ítaca, más bien es verde, frondosa y sin turistas.
Me sentí exactamente igual que tú hace tres meses, cuando volví de Noruega. Pensé en lo absurdo que es este modelo de vida que nos imponemos a veces por no atrevernos a mirar las cosas con perspectiva, a dejar de pasar por el aro. Me propuse que no me devorara el día a día, pero al final todo vuelve a ser igual que antes de marcharte y las cosas dejan de parecerte tan absurdas. Hasta que vuelves a salir y te quitas el óxido y el musgo de encima.
No creo que sean sermones ni los posibles prólogos de esa novela ni este eterno comienzo del blog del viajero (Ejem: el de la izquierda).
El movimiento contra el óxido me ha recordado a ese movimiento contra el agua estancada, que de estar quieta y aislada de otros chorricos, genera podredumbre. Les falta... ¿cómo era? ¿Aguariles? ¿Manantiales?
Nomeacuerdo, eres un filón.
Eric, tenemos una cita pendiente. Perdóname, últimamente ando bastante satélite.
Sintomático, me has hecho recordar las cosas que me contaba Javier, un hombre que por propia iniciativa ha construido doscientas fuentes en los montes de Álava. Alguien le dijo que tras beber en una de sus fuentes le había entrado una cagalera. Él respondió que si el agua corre siempre es buena, pero que hay que tener cuidado con el agua fría: el agua fría hay que masticarla.
Y a los aguariles los llamaba zapacas.
Algún día colgaré ese reportaje-perfil en este blog.
A mí me sucede igual. Lo mejor del viaje es simpre la vuelta, el regreso. Ya sea de un escapada larga, ya sea de una excursión de montaña.
Tal vez, por el silencio que genera. No así, el andamio.
Y recuerda que debes un texto (post-reportaje-reflexión) sobre el hecho de viajar solo. Lo anunciaste en Vespaña. Y no se me ha olvidado, no.
Bienvenido al andamio!
qué buena entrada! me ha gustado muchísimo, tal vez porque he sentido lo mismo más de una vez...
Iñaki, me bajé del andamio hace un mes y pico y espero no subirme en una buena temporada. Que así se escriba y así se cumpla.
Necesito viajar para poder volver
Esas mismas palabras repiqueteaban en mi cabeza hace apenas unos cuantos días. Me ha encantado encontrarlas de nuevo.
¡Qué guapo texto! Firmo a pie de página.
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