Todos los días del año, con pocas excepciones, el carpintero destajista Juan Reguillaga Arruabarrena se echa a los bosques de Vizcaya y anda dos o tres horas. No camina a paso de montañero: abandona los senderos y va husmeando entre los árboles, los helechos y las zarzas, se agacha a menudo, escarba la tierra y patea tocones. “Son andares de zorro”, dice. Busca raíces muertas, la materia prima de su arte y de su vida.

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Juan decidió dar vida a las raíces porque ellas le dieron la vida a él. Le dieron una segunda existencia: “Yo ahora tengo 13 años”, dice. Su primera vida empezó el 28 de febrero de 1948, cuando nació en el caserío Mendibil de Leaburu (Guipúzcoa), y terminó el 28 de octubre de 1993, cuando cayó al vacío desde lo alto de una escalera, en una obra de Gernika, y quedó en coma tres días. Cuando despertó y lo llevaron a casa, pensó que iba a permanecer atado para siempre a una silla de ruedas. “Estaba medio inválido. Tenía todo el costado y el brazo izquierdo hechos polvo, no los podía mover, no andaba, me arrastraba como podía. Y menuda situación: tenía cuatro hijos, acababa de montar un taller de carpintería, debía pagar el alquiler de la casa… Y yo no valía para hacer nada”.
Un día salió de su casa de Elorrio y entró, con el cuerpo encogido, medio a rastras, torcido de dolor, a un bosque cercano. Sólo pudo recorrer trescientos metros. Pero allí encontró una raíz muerta. La tocó, la movió y empezó a sentirse cada vez mejor. Volvió a casa caminando de pie. Y en ese momento, hace trece años, comenzó su segunda vida.
Juan asegura que a través de aquella raíz recibió la fuerza y la vida que le transmitían sus difuntos padres. Con 4 años perdió a su padre Esteban. Con 18, a su madre María Josefa. “Yo sabía que mis padres me iban a ayudar en aquel momento tan malo”, dice, “y descubrí que a través de las raíces puedo conseguir lo que más deseo. Yo echaba mucho de menos a mis padres, quería estar con ellos, y lo deseaba con tanta fuerza que un día me quedé mirando al sol y allí se me apareció el rostro de mi madre”.
Desde aquella aparición, suele arrodillarse a menudo para rezar mirando al sol. A veces se coloca una gran raíz a modo de máscara y mira a través de dos huecos. Entonces nota que el rostro se le transforma en rostro de gato o de tigre. Ha visto a sus padres otra media docena de veces, en algunas ocasiones al padre, en otras a la madre, siempre a las dos y media de la tarde, casi siempre mientras miraba fijamente al sol y alguna vez en el interior de su taller. “Es que en el taller he tenido dos intoxicaciones”, explica, “porque es un local muy pequeño y sin ventilación, y como trabajo con barnices y disolventes, un par de veces se me aparecieron mis padres y luego perdí el sentido. Con el disolvente suelo tener apariciones, sobre todo con el de la marca Valentine”.

El taller de Juan es digno de ver. Y él está encantado de recibir visitas. Se encuentra en la calle Bilbao número 15 de Bérriz, al pie de la carretera nacional, junto a un oportuno semáforo. En los festivos, cuando Juan pasa los días y las noches en el taller, coloca sus obras en la cuneta a la vista de los paseantes y los conductores que se detienen con la luz roja. A quien tenga interés, le mostrará las raíces con formas de animales (están a la venta), y a quien tenga mucho interés le explicará cómo en algunas raíces también ha descubierto los rostros de sus padres y la imagen de una Virgen y de un Cristo (éstas nos las vende, claro, aunque las ha regalado a “personas especiales”). También le enseñará el taller, un cubículo estrechísimo forrado de fotos y carteles, repleto de velas, estatuillas de santos y vírgenes, imágenes de soles, raíces desperdigadas por las esquinas –algunas barnizadas y brillantes, otras húmedas y terrosas-. El olor denso a madera y a disolvente, el silencio acorchado de la madriguera, la penumbra atravesada por los chorros de luz que se cuelan por los ventanucos, forman un ambiente propicio para las apariciones.
La mayoría de sus fotos -guarda miles- son imágenes del sol, de las nubes, de reflejos en los cristales. Juan tiene la vista muy entrenada para descifrar los brillos y descubrir rostros. Sabe que donde él ve la sombra de su padre, que le sigue pegado a los talones, los demás sólo vemos la sombra de una señal. No le importa mucho. Sabe que le acusan de loco, que le ignoran o que se ríen de él. Antes se enfadaba, pero cada vez menos. Porque a él le pasó lo que le pasó, un milagro, y eso no cambia aunque los demás no le crean. Y no se va a callar: tiene la misión de contarlo, de relatar las apariciones de sus padres, la magia de las raíces, el encadenamiento de milagros.
Por ejemplo: “Una de las veces en las que me intoxiqué y perdí el sentido, mi hijo vino por casualidad al taller y me salvó. Eso fue un milagro. Cuando se lo conté a Javi, el enterrador de Etxebarri, que es amigo mío, le impresionó mucho. Como vi que tenía fe, le regalé una raíz en forma de dinosaurio y un rosario que compré en la Colegiata de Cenarruza. Y por haberle hecho ese regalo, al día siguiente se me aparecieron a la vez mi padre y mi madre”. En el fondo, Juan llama milagro a la sucesión de actos de bondad y agradecimiento. Parece difícil despreciar esa idea.
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Insiste en cargar con todas las piezas hasta mi coche, no deja que le ayude. “Juan, por favor, ya llevo yo alguna, que pesan un montón”. “Pesan un montón, ¿eh? Pues yo he cargado con raíces como éstas durante kilómetros y kilómetros por el bosque. Yo, que estaba medio inválido”. Comprendo que no debo ayudarle. Cuando deja sus obras de arte en el maletero, me estrecha la mano y las señala: “Si esto no es un milagro, yo tendría que ser un fuera de clase”.
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>Estos párrafos son extractos de uno de los reportajes que publiqué el año pasado en
El Diario Vasco y
El Correo. Este reportaje sobre Juan Reguillaga (
aquí tenéis la versión completa) formará parte, junto con otros 24 de la misma serie, de un libro que se publicará en noviembre.