miércoles, 30 de julio de 2008

Ocaña contra Merckx, contra los Alpes, contra Ocaña

El conquense Luis Ocaña fue un ciclista tremendo. Aunaba una fuerza descomunal y un espíritu atormentado, que le llevaron a pelear hasta reventarse contra Eddy Merckx, el gran monstruo de los años 70.

Las fotos más famosas de Ocaña se dividen en dos tipos: aquellas en las que pedalea sentado, con la mirada firme y el gesto concentrado, mientras sus rivales se retuercen, y aquellas en las que aúlla de dolor, tirado en una cuneta o cubierto de sangre. Una curiosidad significativa: apenas hay fotos de Ocaña y Merckx juntos. Componían una mezcla explosiva. Si se juntaban, el pelotón estallaba en pedazos y uno de los dos quedaba fuera de combate. Casi siempre Ocaña.

En los comentarios del texto anterior mencionábamos una de las famosas fotos del conquense. Alberto Moyano la ha buscado y me la ha enviado para que la cuelgue aquí. ¡Mil gracias!


(No sé quién es el autor de la foto. Si alguien conoce el dato, que me lo diga y lo citaré).

La imagen es del Tour de 1969, en el que debutaron Eddy Merckx y Luis Ocaña. En las rampas del Ballon de Alsacia, mientras el belga machacaba a todos sus rivales y volaba a por su primer triunfo, el español se enganchó con la rueda de otro corredor y cayó a plomo. Sus compañeros del equipo Fagor le esperaron para empujarlo hasta meta. Más que empujarlo, lo llevan agarrado del maillot.

El de la izquierda, en primer plano, es Txomin Perurena. Detrás de él aparece un rubio: Patxi Gabica (¡Gabicacogeascoa!). No identifico a los otros, pero según las crónicas completaban la procesión Ramón Mendiburu, Luis Pedro Santamarina y Joaquín Galera. Entre todos arrastraron a Ocaña hasta meta, empapado en sangre. Resistió una etapa más y luego se retiró.

Este episodio es sólo uno de los cataclismos que sufrió Ocaña en sus batallas contra el Tour, contra Merckx y contra sí mismo. Podéis leer esas historias en Ocaña contra Merckx, contra los Alpes, contra Ocaña, un capítulo del libro Plomo en los bolsillos.

Dejadme que entresaque una anécdota de ese capítulo para ilustrar la voracidad de Eddy Merckx, quien acumuló 525 victorias a lo largo de su carrera y a quien por algo apodaban El Caníbal:

"Merckx disputaba hasta las metas volantes, esa clasificación secundaria establecida como aliciente para los modestos. En un Giro de Italia, el pelotón atravesaba la calle principal de un pueblo cuando al fondo apareció una pancarta. Merckx arrancó, esprintó como si le fuera la vida y pasó con ventaja, seguro de que se había anotado los puntos correspondientes. Sólo en los últimos metros levantó la cabeza del manillar y leyó lo que ponía en la pancarta: 'Vota Partido Comunista'”.

lunes, 28 de julio de 2008

Farolillo triple


Este sufrido belga es Wim Vansevenant, último clasificado en el Tour de Francia con un retraso de 3 horas, 55 minutos y 45 segundos (como si hubiera pedaleado una etapa más que el vencedor Sastre). Lo retratan con el farolillo rojo, la lanterne rouge, la linterna que antiguamente portaba el último vagón de los trenes. Y lo extraordinario es que Vansevenant repite última posición en el Tour por tercer año consecutivo, una regularidad sólo al alcance de los campeones.

Y no lo digo de cachondeo. Vansevenant quizá inspire compasión, pobrecillo, siempre el último. Es cierto que sus cualidades no le permiten escalar puertos con los mejores, ni esprintar con los más veloces, ni rodar tan fuerte como los contrarrelojistas, ni siquiera participar en esas escapadas maratonianas en las que los secundarios se despellejan para conseguir un bingo que les cambie la vida. Vansevenant no juega a eso. Vansevenant se dedica a otra cosa: ayudar al jefe. Y en eso es un fuera de serie.

No olvidemos dos detalles evidentes: está en uno de los mejores equipos del mundo; y año tras año su líder Cadel Evans lo quiere en el grupo selecto que correrá el Tour para ayudarle. ¿Cómo ayuda? Eso es lo menos evidente.

Todos los líderes necesitan a varios Vansevenant que se desgasten por ellos en los lances menores de la carrera. En las etapas llanas, cuando el jefe marcha en una posición retrasada del pelotón y decide, por si acaso, subir a la parte delantera, puede hacer dos cosas: salirse a un costado del grupo y avanzar contra el viento, gastando fuerzas, o llamar a Vansevenant para que el viento se lo coma él. Vansevenant saldrá por un costado del pelotón y avanzará hasta alcanzar las posiciones de cabeza, donde dejará al líder cómodamente situado. Así el líder se ahorra un gramo de esfuerzo que luego lucirá en Alpe d'Huez o en alguna contrarreloj. En los finales veloces y angustiosos Vansevenant también deberá jugarse el tipo en curvas y rotondas, deberá meter el manillar en una jungla de manillares, ruedas y muslos, en una locura de bandazos, frenazos, gritos y pulsaciones a mil, para que el jefe pase los obstáculos sin apuros y en cabeza, no sea que una caída le deje cortado y pierda un tiempo precioso. Cuando el jefe y los compañeros tengan sed, Vansevenant dejará de pedalear, se descolgará del pelotón hasta que le alcance el coche del equipo, cargará ocho bidones de agua fresca en los bolsillos del maillot y en el cogote, pedaleará de nuevo para adelantar a todo el pelotón y repartirá la bebida entre los compañeros. Otro sofocón para Vansevenant. Al día siguiente le tocará ponerse en cabeza del pelotón y tirar a por una escapada peligrosa o marcar un ritmo fuerte para evitar las tentaciones de quienes planean fugarse. La misión de Vansevenant acabará al pie del puerto, reventado, y ya sólo le quedará sufrir descolgado hasta la meta. Y todavía peor si el líder pincha en algún momento crucial de la carrera. Si Vansevenant anda por allí, frenará, le dará su rueda, lo montará en la bici y correrá a pie para empujarle en la arrancada. Luego esperará a que llegue la asistencia con una rueda para él y pedaleará a muerte para no llegar fuera de control y para salir al día siguiente a currar de nuevo.

Gracias a su tercer farolillo rojo consecutivo, ha conseguido que los medios se fijen un poco en él y en ciclistas como él. ¡Aupa Vansevenup! Y no es nada fácil conseguir esta hazaña. Vansevenant fue último desde la 3ª etapa hasta la 19ª, farolillo rojo día tras día, mientras otros muchos se retiraban. Pero en la 19ª etapa se le coló Bernhard Eisel, que se colocó 42 segundos peor que él, cuando ya sólo quedaba un suspiro para llegar a París. En la contrarreloj del sábado, por suerte, Vansevenant recuperó la última plaza. Sus compañeros le tomaban el pelo: "Hace unos días le gastamos una broma", dice Mario Aerts. "Le engañamos diciéndole que Mathieu Sprick había acabado 18 minutos por detrás de él. Dijo que no le interesaba la última plaza, pero estaba muy nervioso hasta que comprobó la clasificación".

* * *
Los patrocinadores de Vansevenant merecen un comentario. Como veis en la camiseta, una marca es Lotto (una lotería belga) y la otra es una empresa farmacéutica que todos los años promociona un producto disinto. Este año toca Silence (un remedio contra los ronquidos), hace tiempo fue Davitamon-Lotto (supongo que alguna vitamina) pero mi favorito era el del año pasado, una genial combinación del azar y la incertidumbre: ¡Predictor-Lotto!

viernes, 25 de julio de 2008

Los calvarios de Cunego y Bartali


Ayer Damiano Cunego metió la rueda de refilón en un bordillo, la bici se clavó, él salió volando y se dio de cara contra un muro de hormigón. Su compañero Daniele Righi echó pie a tierra para socorrerle: “Lo vi tendido en un charco de sangre, en una postura fea, sin moverse”, dijo después. A Cunego la sangre le manaba de la barbilla. Le dolía el pecho y tenía los brazos y las piernas abrasadas. Sus compañeros le ayudaron a levantarse y les dijo que no se quería retirar. Montó de nuevo en la bici y el médico de la carrera le atendió sobre la marcha, desde el coche. Le taponó la hemorragia de la barbilla, le envolvió la mandíbula en vendajes y le medicó para aliviar los dolores.

Cunego siguió adelante a pesar de que no le quedaba ya nada en juego. El italiano, ganador del Giro de 2004, había concentrado toda su preparación de este año para hacer algo grande en el Tour y llevaba una vuelta desgraciada: cuatro caídas, una flojera sorprendente en la montaña, un montón de minutos perdidos y una decepcionante 12ª posición a falta de cuatro días para el final. Además le esperaban 160 kilómetros de persecución agónica hasta la meta, no para cazar al pelotón, que ya volaba muchos minutos por delante, sino simplemente para evitar llegar con el control cerrado y para poder salir al día siguiente. Cualquiera se habría retirado. Pero Cunego siguió. Y yo me hice de Cunego, por su empeño de dignidad, porque estuvo dispuesto a pedalear entre dolores durante horas cuando ya lo había perdido todo (¡y porque lo tenía en mi porra de internet, mecagüenlamar!).

Le esperaron sus compañeros de equipo Righi, Marzano, Mori y Tiralongo, que le acompañaron en el vía crucis dándole relevos y empujándole en los repechos. Cuando llegaron a meta, 20 minutos y 12 segundos después del vencedor, Cunego se fue directo al hospital. Le cosieron la barbilla con cinco puntos, le hicieron radiografías en las manos, la mandíbula y el tórax para descartar fracturas y una ecografía del bazo para asegurarse de que no lo tenía dañado.

Esta mañana Cunego no ha podido tomar la salida. Podría decirse que su sacrificio no sirvió para nada. Pero sería falso.

* * *

De la misma manera que John Lee Augustyn escribió su línea después de las de Wim Van Est de 1951 y Joseph Fischer de 1903, ayer Cunego escribió la suya después de la de Bartali de 1937.


"Bartali era un chaval de 22 años cuando ganó con una autoridad deslumbrante el Giro de 1936. También conquistó el Giro de 1937. Y ese mismo año debutó en el Tour por la puerta grande: primero batió el récord de la ascensión al Ballon de Alsacia; luego, en la séptima etapa, se escapó en solitario en el mítico Galibier, venció en la meta de Grenoble y se vistió el maillot amarillo. El joven italiano distanciaba en doce minutos a sus rivales Vissers, Maes y Lapebie. El propio Mussolini le telefoneó para felicitarle, pero también para espolearle y pedirle que conquistara para los italianos la prueba más querida por los franceses. En aquellos años de nacionalismos inflados y tensiones prebélicas, Bartali cargaba con el honor de la patria en territorio enemigo. Al día siguiente la selección italiana organizó una emboscada en la subida al puerto de Laffrey: Bartali, Rossi y Camusso atacaron en tromba y descolgaron a los demás favoritos. Quedaba mucha distancia hasta la meta, pero Rossi y Camusso pedaleaban a todo gas para aumentar las diferencias y dejar el Tour sentenciado. En un descenso, los italianos atravesaron un puente de madera mojado por las salpicaduras de un arroyo alpino, un torrente rabioso que bajaba desde los neveros de las montañas. Rossi patinó. Camusso tropezó con él. Bartali no pudo esquivarlos. Y los tres saltaron por encima del parapeto y cayeron en una cabriola escalofriante hasta el arroyo. Rossi y Camusso se levantaron aturdidos y doloridos, pero encontraron sus bicicletas y treparon con ellas por las rocas hasta la carretera. De pronto, Camusso giró la cabeza y vio una mancha amarilla en el arroyo: era Bartali, recostado en el arroyo, inmóvil. Camusso bajó dando traspiés, llegó hasta Gino y lo arrastró fuera del agua. Bartali estaba conmocionado, con la cara empapada en sangre y las ropas desgarradas. Entre Rossi y Camusso consiguieron espabilarlo y subirlo a la carretera, cuando los perseguidores ya les habían adelantado. Lo montaron en la bici y arrancaron. Rossi, malherido, se retiró a los pocos kilómetros, pero Camusso y Bartali sufrieron lo indecible para llegar hasta la meta de Briançon, donde aparecieron con doce minutos de retraso. Bartali había salvado el liderato por un puñado de segundos. Pero esa noche no pegó ojo, por las heridas que le laceraban las rodillas y el pecho. Salió en la siguiente etapa, donde perdió veinte minutos y cualquier opción de victoria. Lo intentó un día más, pero ninguna arenga patriótica podía aliviarle los terribles dolores, y se bajó de la bici. Cuando volvió a Italia, relató su accidente a los periodistas: “Dios estaba conmigo en aquel arroyo helado”, dijo. “Sin Él, mi caída podría haber sido mortal”. Bartali se ganó así sus apodos: en Italia le llamaban El Piadoso; en Francia, El Monje Volador".

>El texto de Bartali es un fragmento de de Plomo en los bolsillos.

miércoles, 23 de julio de 2008

Escaladores

Los escapados suben la última rampa del col de la Bonette-Restefonds, la carretera más alta de la historia del Tour, a 2.802 metros. En ese repecho terrible, azotado por el vendaval que barre la montaña, los corredores se retuercen y empujan la bici a riñonazos para coronar el puerto. Un ciclista del equipo Barloworld se levanta del sillín, acelera, se marcha con facilidad y pasa en primera posición por el alto. Es John Lee Augustyn, un sudafricano de sólo 21 años, debutante en el Tour. Dice Carlos de Andrés, comentarista de Televisión Española: "Augustyn va a dar mucho que hablar como escalador".

La premonición se cumple de manera casi instantánea. A los pocos segundos, Augustyn hace una demostración de escalada que saldrá en todos los telediarios de la noche, incluidos los que nunca hablan de ciclismo. Lo curioso es que la hace durante el descenso:




Cada vez que un ciclista cae por un barranco, se le quita el polvo al nombre de Wim Van Est, un holandés que marchaba con el maillot amarillo en 1951, se despeñó por un barranco de setenta metros en el Aubisque y apareció vivo cuando bajaron a buscar su cadáver. Para sacarlo de allí tuvieron que improvisar una liana anudando un montón de tubulares.

Me he acordado de Van Est, pero al ver las peripecias escaladoras de Augustyn me he acordado especialmente de un personaje mucho más polvoriento: el alemán Joseph Fischer, participante en el primer Tour de la historia. Le llamaban "escalador", cuando en el recorrido de entonces no se subía ninguna montaña:

"[Durante el Tour de 1903] los periodistas ensalzaban a los ciclistas con apelativos y epítetos de estilo homérico: acuñaron la expresión “gigante de la ruta” como sinónimo de ciclista; Garin era “el pequeño deshollinador”; Dargassies, “el herrero de Grisolles”; estaban “el poeta Muller”, “el terrible Aucoutourier” y “el escalador Fischer”. ¿El escalador, en un Tour plano, sin montañas? El apodo le había caído unos meses antes, al final de las 72 horas de París, una de esas pruebas ultramaratonianas tan del gusto de la época, en la que los ciclistas pasaban tres días seguidos dando vueltas en el velódromo del Parque de los Príncipes. El alemán Fischer terminó la carrera al borde de la locura. Tiró la bici, salió del velódromo, escaló un árbol y se sentó allí, sobre una rama, en silencio. Durante un par de horas, el alemán no dijo media palabra y nadie le convenció para que bajara. Joseph Fischer, el escalador. Había nacido la leyenda del Tour y la leyenda de sus primeros personajes".

>El texto es del libro Plomo en los bolsillos.

>Augustyn tiene un blog en el que escribe su diario del Tour. La última entrada, a estas horas, habla de los placeres del día de descanso. Vigilaremos para ver si escribe sobre su salto -literal- a la fama.

>Me pica la curiosidad: ¿quién bajó por el terraplén a recuperar la bici de Augustyn? Que esas bicis valen un dinerito...

martes, 22 de julio de 2008

"No pude contra aquellas fieras bien alimentadas"

El menú de hoy y mañana incluye cinco platos fuertes: Lombarda, Bonette-Restefonds, Galibier, Croix de Fer y Alpe d'Huez. Adelantemos el postre: aquí va la historia de Vicente Blanco, el Cojo, un hombre capaz de pedalear desde Bilbao hasta París para salir en el Tour al día siguiente y capaz de llorar porque no le habían avisado de que en los postres había arroz con leche. Un ciclista que se dopaba con bacalao y que ganó un campeonato de España rompiéndole la punta a un lápiz.


La gran bilbainada de Vicente Blanco, el Cojo

Los pies de Vicente Blanco eran dos puros muñones. En 1904, cuando tenía 20 años y trabajaba en la siderurgia La Basconia, una barra de acero incandescente le entró por el talón izquierdo y le atravesó el pie hasta los dedos. Los músculos se le fundieron en un amasijo de carne quemada. Pocos meses después, Vicente volvió al trabajo en los astilleros Euskalduna y los engranajes de una máquina le trituraron el pie derecho: le amputaron los cinco dedos machacados. Pero Vicente era de Bilbao.

Y Vicente, alias el Cojo, se empeñó en correr el Tour. Después de sus accidentes, volvió a trabajar de botero en la ría bilbaína, y un día recogió de la chatarra una bicicleta sin neumáticos. Como no tenía dinero para comprarlos, ató las sogas del bote alrededor de las llantas y empezó a entrenarse. Se lució en las carreras más prestigiosas de la época (Pamplona-Irún-Pamplona, Vuelta a Cataluña, Irún-Vitoria-Bilbao-Irún), incluso ganó los campeonatos de España de 1908 y 1909, con la camiseta de lana de la Federación Atlética Vizcaína. Pero se hizo famoso por los continuos trompazos que se daba -“su cuerpo tiene más cicatrices que todos los toreros de España”, dijo el diestro Cocherito- y, sobre todo, por sus fanfarronadas. El cronista Ángel Viribay cuenta cómo Vicente se presentó en la salida de una larga carrera en Bilbao y anunció a voz en grito que saldría sin avituallamiento, para dar ventaja a sus rivales. Nadie sabía que unas horas antes sus amigos habían ocultado cazuelas de bacalao en diversos puntos del recorrido. El Cojo se escapó pronto, por el camino devoró a escondidas las tajadas de bacalao y llegó primero con muchos minutos de margen. Para completar el circo, entró en meta con un perro atado a su manillar.

>La historia sigue aquí.
>Es un capítulo del libro Plomo en los bolsillos.

(La foto la he sacado de aquí).


viernes, 18 de julio de 2008

La odisea vasca en Terranova

“Cuando Jacques Cartier descubrió la desembocadura del río San Lorenzo en 1534 y bautizó aquellas costas como Canadá, los vascos ya estaban allí. El navegante francés exploró el golfo de San Lorenzo, plantó una cruz en la península de Gaspé y reclamó esos nuevos territorios -esa Terra Nova- para Francia. También anotó un hallazgo peculiar: en aquellas aguas remotas encontró a mil vascos pescando bacalao”.

(…)

“Nadie sabe desde cuándo estaban allí. Algunas hipótesis sostienen que conocían el litoral norteamericano mucho antes de los viajes de Colón, pero sólo pueden basarse en especulaciones. Es cierto que para el año 1000 los vascos habían desarrollado todo un comercio internacional de bacalao, con el que abastecían a mercados de toda Europa, y que pescaban en aguas remotas del Atlántico. La historia se confunde con la niebla de la leyenda cuando se dice que navegaban hasta un caladero prodigioso, más allá de Irlanda y del Mar del Norte, más allá incluso de Islandia, del que traían inmensas cantidades de bacalao.

En 1497, el navegante Giovanni Caboto zarpó de Bristol (Inglaterra) para buscar por el norte el paso hacia las Indias que Colón no pudo encontrar. Desembarcó en la actual isla de Terranova, cinco siglos después de la efímera aventura vikinga, y al regresar contó que aquellas aguas hervían de bacalaos: bastaba con sumergir una cesta lastrada con piedras y luego izarla, para sacar un montón de ejemplares enormes. Según los partidarios de la leyenda, aquel fabuloso caladero americano era el gran secreto guardado por los vascos durante muchos años”.

(…)

"En el siglo XVI, todas las primaveras llegaban al sur y al oeste de Terranova docenas de galeones balleneros vascos. En los parajes de Port-aux-Basques, Miarritz, Placentia, Portutxoa (“pequeño puerto”, hoy Port au Choix) y Opor Portu (“puerto de descanso”, hoy Port au Port), cientos de hombres desembarcaban en las playas, levantaban campamentos, almacenes, tonelerías y hornos para fundir la grasa de los cetáceos. Los barcos salían a la caza. Cuando veían una ballena, echaban al agua las chalupas y se acercaban remando hasta el animal. El arponero lanzaba un primer arponazo al corazón o los pulmones, y después los demás tripulantes atacaban con lanzas y jabalinas. Una vez cazada, ataban la ballena al costado del barco y la remolcaban a tierra o la despiezaban directamente en el mar, arrancando las capas de grasa en grandes tiras. La grasa se fundía en los hornos para obtener el combustible más apreciado de la época: un tonel de aceite de ballena se vendía por el equivalente a 5.000 euros, y había galeones que regresaban al País Vasco con 3.000 toneles en cada temporada. En otoño, antes de que los hielos taponaran el regreso, los balleneros zarpaban de vuelta a casa después de haber capturado diez, quince o treinta cetáceos por galeón.

Las factorías vascas repartidas por las costas de Terranova, Labrador y el golfo de San Lorenzo llegaron a reunir hasta nueve mil personas en algunas temporadas y constituyeron la primera industria en la historia de América del Norte. Incluso se formó una sociedad amistosa con los nativos mikmaq y beothuk, que trabajaban para los vascos a cambio de pan y sidra. Durante los siglos XVI y XVII en Terranova se habló un pidgin, es decir, un lenguaje rudimentario que mezclaba el euskera y las lenguas locales. A los misioneros y comerciantes europeos que llegaban en esas épocas, los nativos les saludaban con el término adesquidex (del euskera adiskide: amigo). Utilizaban con ellos docenas de términos como bacailos (bakailao: bacalao), kessona (gizona: hombre) o atouray (atorra: camisa) y a todos los extranjeros los llamaban souriquois (zurikoa: los de blanco). Según relató un jesuita del siglo XVII, cuando a los nativos se les preguntaba en euskera nola zaude (cómo estás), respondían apaizac obeto (los curas mejor)”.

Son algunos párrafos del reportaje "La odisea vasca en Terranova" que he publicado en el número 54 de la revista Altaïr (dedicada al Canadá atlántico).

  • El texto completo.
  • La expedición vasca Apaizac obeto. Construyeron una réplica de una chalupa ballenera del siglo XVI con las técnicas y los materiales de entonces, y con ella remaron mil millas por aguas de Quebec, Terranova y Labrador, vestidos como los balleneros de hace siglos y comiendo lo mismo que ellos.

martes, 15 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (5): Las barracas

Cerramos los sanfermines con la última de las columnas que tengo de Javier Olabe.

Las barracas

Otro presagio sanferminero que no deben desdeñar quienes se quieran augures o sibilas de la fiesta son las barracas. Mi primo y yo, de pequeños, las esperábamos durante todo el año con ilusión desmedida, pintando montañas rusas imposibles y norias oblongas que ponian a los sufridos viajeros del revés; pero junio traía de la mano la realidad, que siempre gasta las gomas de borrar por el lado gris que rasca, y veíamos desengañados que -un año más- la noria era alta, pero sosa, y la montaña rusa, si la había, era de las chungas.

Algunas barracas han cambiado bastante en pocos años. Por ejemplo, el Castillo Diábolico de mi infancia ha sofisticado sus terrores, y donde sólo había tracas y monigotes repentinos ahora hay actores de carne y hueso que dan miedo de verdad, vestidos de fredicruguer o de niña del exorcista. Yo por si acaso no me monto.

También está el “E.B.”, que sólo se llama así en el neón de burdel de encima de la taquilla, pues para todo el mundo es la “cazuela”, la “pandereta”, o incluso el “E.T.”, por una caprichosa asimilación de su nombre arcano y su aspecto galáctico. Siempre me ha parecido más un repelente que una atracción, la verdad, ya que consiste básicamente en mantenerse sentado en un banco circular que da tumbos y vueltas, mientras un animador soez te insulta por megafonía: “¡Ay como se le va a quedar el culo a esa rubia!”, brama “¡como un tomatitoooooo!”. Es casi tan desagradable como el tren chuchú, que consiste en entrar y salir de un tunel montado en un tren, y que el que vende las entradas disfrazado con una careta de bruja o de payaso asesino -bueno, es que a mi los payasos siempre me parecen asesinos- te pegue en la cabeza con una escoba.. Luego he visto alguna vez una versión benévola, en la que la bruja o payaso regala globos después del correspondiente palizón. En cualquier caso, diversión a raudales para grandes y chicos, como puede verse.

Una barraca muy curiosa, por lo procaz, es el gusano loco, que se anuncia como “gusano del amor”, y la verdad que yo lo del amor no acababa de entenderlo bien. Es un tren también que no para de girar, pero con la particularidad de que tiene una capota de tela floreada que, de pronto, esconde a los viajeros de las miradas de los viandantes. A mi esto me parecia una memez, y el gusano loco me resultaba soso y algo delirante, hasta que supe que el objeto de la capota es el parapeto de las parejas de novios, esposos, amancebados y afines para que se besasen en los morros, como -luego me he fijado- aparece pintado burdamente en el techo de la atracción. No por ello deja de ser una memez.

Me faltan líneas para glosar el sinfín de maravillas que puede uno toparse en la bullanga de las barracas, al ritmo de Camela y de los bocinazos que llaman a las levas de viajeros. Para otro día quedan la Tómbola Caprichitos, el Siempre Toca y las Carreras de Camellos, los Caballitos Marco, las MiniMotos (de éstas es particularmente digno de comentario el mensaje hipnótico que difunden sin tregua por los altavoces, que dice algo así: “LAS MINIMOTOS... Traigan a sus hijos... No tienen peligro... LAS MINIMOTOS”; tiene eco, y da bastante pavor), y esos sitios que se llaman La Casa de la Risa o algo por el estilo, que luego en realidad no dan nada de risa, porque sólo tienen cuatro espejos deformantes y un suelo resbaladizo.
Lo dicho, para otro día.

lunes, 14 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (4): Cáncer

A Javier Olabe le llegó un mensaje al correo y lo aprovechó para escribir la siguiente columna:

CANCER

Yo espero que ustedes tengan el corazón de no borrar este mensaje!!
Hola, mi nombre es Amy Bruce. Yo tengo siete años y tengo un severo cáncer de pulmón como fumador pasivo. Yo también tengo un gran tumor cerebral producto de varias metástasis. Los médicos dicen que moriré pronto si no hace algo, y mi familia no puede pagar las cuentas. La Fundación “Pide un Deseo” (“Make a Wish”), ha convenido en donar 7 centavos por cada vez que alguien reciba y envíe adelante este. Para todos ustedes que envíen copia de este e-mail, les doy las gracias y todos aquellos que no lo harán, recuerden que todo lo que “Va, se regresa”. Tengan corazón, por favor envíen este e-mail a todas sus amistades.

Dra. Silvia Moguillansky
Coordinadora de Imágenes
Hospital Nacional de Pediatría
“J.P.Garrahan”

PD: HACER UN FORWARD NO CUESTA NADA

P.D. Fumador Pasivo, significa el receptor indirecto del humo que expiden las personas que fuman, en este caso, sus padres fueron los que causaron el problema.

“La divina Providencia es el cuidado amoroso con que Dios conserva y gobierna las cosas y especialmente a los hombres”. Más cierto que el Evangelio, y nunca mejor dicho. Andaba yo desnortado buscando de qué escribir, y he aquí que la divina Providencia me obsequia con esta joya en mi buzón de correo-e. Sería una temeridad y un pecado horrendo desplantar al Altísimo y tratar de otra cosa, despreciando los designios de Su sabiduría. Sólo lamento no tener el tiempo ni el talento precisos para glosar semejante prodigio

“Hola, mi nombre es Amy Bruce”, sigue el mensaje, y se agradece la presentación. “Yo tengo siete años y un severo cáncer de pulmón como fumador pasivo”. Aquí se explica por fin el rótulo tremendo: la simpática Amy, que tan desgarradoramente nos urgía a no borrar su mensaje, revela el motivo de su premura. “Yo también tengo un gran tumor cerebral producto de varias metástasis”: parece que la desgracia se ha cebado en la pobre Amy, por quien ya sentimos una conmiseración notable. “Los médicos dicen que moriré pronto” (con un cáncer de pulmón y un GRAN tumor cerebral no hace falta ser médico para emitir semejante oráculo) “si no se hace algo, y mi familia no puede pagar las cuentas”. Y es que los pobres, ya se sabe, han sido desgraciados de toda la vida de Dios. “Si no se hace algo”, dice el mensaje, y lo suscribo completamente: hay que hacer algo para paliar la desdicha insólita de la niña desgraciada, y pronto, ya que un cáncer de pulmón y un tumor cerebral (grande, además, no se vayan a pensar que es uno de esos tumorcillos benignos que no tienen más que agua y revientan cuando menos se lo espera para regocijo general del finado presentido, sus apenados padres y demás familiares e interesados) no son cosa de broma. ¿Pero qué? ¿QUÉ? Sólo un punto y seguido nos aparta de la solución a la calamidad torva de la niña más desgraciada del mundo: “La Fundación ‘Pide un Deseo’ (‘Make a Wish’) , ha convenido en donar 7 centavos por cada vez que alguien reciba y envíe adelante éste”. Esto ya no está tan claro. Parece ser que hay una Fundación, con nombre tan roncero y festivo como “Pide un Deseo”, que va a donar 7 centavos cada vez que alguien reciba y “envíe adelante éste”. Con una Fundación tan rumbosa como protectora, me parece que Amy va a tener cáncer severo y gran tumor para rato. Sin embargo, no renuncio a ayudar como sea a la gentil enfermita, y me lanzo a cumplir las condiciones que estipula la roñosa Fundación para que le llegue cuando menos la exigua propineja con que está en mi mano obsequiarla. Se pide, en primer lugar, recibir el mensaje (la frase dice en realidad que lo que hay que recibir es un centavo, pero como lo único que me ha llegado es el mensaje desgarrador, aventuro una interpretación benévola y disculpo el desliz gramatical de la niña, a la que su infausta suma de enfermedades ha mantenido sin duda apartada de la escolarización propia de sus siete años); hasta aquí, ya he cumplido. La segunda condición ya se me hace más ardua: “envíe adelante éste”. Vuelvo a presumir que “éste” es el mensaje, y desconsolado por la urgencia de salvar a la niña me pregunto qué será enviar algo adelante. Además, el enviar adelante el mensaje no sólo apareja la parva donación antedicha en pro de Amy, sino que hace al benefactor digno del agradecimiento de la enferma, expresado con ternura infantil en la línea siguiente. Pero es que el no hacerlo acarrea una maldición mefítica, que creeríamos impropia de una niña de siete años si ignoráramos que está familiarizada con los reveses más siniestros de la realidad: “Todo lo que va, se regresa”. Maldición avalada por la autoridad de la Dra. Silvia Moguillansky, “coordinadora de Imágenes” (?) del Hospital Nacional (pero ¿nacional de dónde?) de Pediatría “J.P. Garrahan”, que sin duda está iniciada en la perfidia arcana de la niña calamitosa, y explica que “Hacer un Forward no cuesta nada”. Por si acaso, obedezco.

sábado, 12 de julio de 2008

Los planes de nuestro Stanley (2)

El 7 de julio recibimos un mensaje de Agustín Egurrola. Anunciaba que dos días antes había llegado a Pobierewo, en la costa de Polonia, y que así había terminado su caminata desde el mar Adriático hasta el Báltico, por el centro de Europa.

En verano celebrará su décimo aniversario como pensionista con una gran fiesta.

Y estos son sus planes ciclistas para el año que viene: pedalear desde México D.F. hasta el centro de Canadá y/o desde Katmandú hasta el lago Baikal y/o desde el Cabo de Roca (Portugal) hasta la cordillera rusa de los Urales.

En ese 2009, Agustín cumplirá 75 años. Ya lo escribí: primero pienso que ya me gustaría a mí llegar a los 75 y ser capaz de hacer las cosas que hace Agustín. Luego pienso que ya me gustaría a mí hacer las cosas que hace él... ahora mismo, con mis 32 años.

viernes, 11 de julio de 2008

El encargo de Stanley (1)

En 1869, Henry Morton Stanley era un periodista de 28 años ya muy trotado que viajaba por España para seguir los estallidos del Sexenio Revolucionario -un término que, por cierto, siempre me ha parecido de lo más sugerente-. De Madrid viajó a Santa Cruz de Campezo (Álava) para asistir a un levantamiento carlista, luego se trasladó a Zaragoza para contemplar otra rebelión, de allí a Valencia porque andaban a cañonazos... De vuelta en Madrid, recibió un telegrama desde la sede de su periódico, The New York Herald. Le ordenaban trasladarse a París para reunirse con Gordon Bennet, director del diario.

Allí, el 16 de octubre de 1869, Gordon Bennet le hizo un curioso encargo: debía recorrer África en busca de David Livingstone, el misionero y explorador escocés.

Esta historia es bastante conocida. Lo que no es tan conocido es el resto del encargo. Debía encontrar a Livingstone, sí, pero antes debía realizar otros trabajos:

-Asista a la inauguración del canal de Suez y envíeme una crónica. Después suba por el Nilo y describa todo lo que encuentre interesante en el Alto Egipto y prepare una guía práctica para los viajeros aficionados. Escriba algo sobre la expedición de Baker en busca de las fuentes del río. Después viaje a Jerusalén y entérese de las excavaciones que está haciendo el capitán Warren, parece que han hecho descubrimientos importantes. Entre en Siria y envíeme una crónica política del país. Siga hasta Constantinopla, infórmese de los conflictos entre el jedive y el sultán. Pase luego por Crimea, visite las exploraciones arqueológicas y los campos de batalla. En el Cáucaso, investigue la política y los proyectos de los rusos en aquella región y en el mar Caspio. Dicen que los rusos proyectan una expedición a Kiva. Entérese. Cruce a Persia y mándenos algo interesante desde Persépolis. Bagdad le queda de camino, escriba alguna crónica sobre el valle del Éufrates. Luego viaje a la India, échele una mirada, prepare algo, y ya desde allí embarque hacia África y empiece a buscar a Livingstone. Páselo bien y que Dios le acompañe.

(¿Algún editor se anima?).

miércoles, 9 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (3): La tómbola

Para celebrar estas fechas, va una columna sanferminera de Javier Olabe.

La tómbola

Todas las primaveras, en el paseo de Sarasate florecen bicicletas. Los transeúntes se sonríen y pasean con garbo renovado, los niños dan patadas histéricas a sus madres encintas para alegría de los padres primerizos, y las villavesas vuelan bajo para que los viajeros se extasíen con el espectáculo jubiloso: la tómbola de Cáritas comienza a instalarse, y con ella se empiezan a desperezar los sanfermines.

En la rifa loca de la caridad estival, a mí me cayó el año pasado una lata de melocotón en almíbar, que al fin y al cabo es algo que se agradece. Pero a la viuda de Machinena, impedida la pobre de ambas piernas, la Fortuna atolondrada le señaló una bicicleta de montaña, que traía de propina el rencor de miríadas de niños agraciados -o mejor, desgraciados- con pantys descanso y juegos de perchas. Mis primos y yo fuimos distinguidos un 13 de julio con sendas cajas de polvorones Doña Jimena, que nos comimos enteras, no sin disgusto, como obligados por un compromiso secreto contraído con el numen del destino. He visto a familias desconsoladas desbaratar inútilmente decenas de boletos sin merecer una carantoña de la suerte que dote a su cocina de un lote de cucharas o a sus churumbeles de un balón de playa, pero también he asistido a piruetas del azar que hacen brotar un microondas del boleto único comprado “para que se calle ya este crío”.

La tómbola se ha ido sofisticando en los mecanismos de sorteo y obsequio, y donde antes no cabía más que el boleto premiado y el boleto numerado, ahora hay una muchedumbre de ocasiones para la chiripa, la chamba y el acaso: por una parte están los boletos que han de reunirse en número de cinco, diez o quince para aspirar a un premio de calidad superior a la común, como una muñeca sandunguera, un jarrón de Talavera o una tricotosa de juguete; también hay unos que no traen números para la rifa de un coche o un canapé -después de muchos años de atonía supe que se trata de un somier, y nunca quise que nos cayera, porque menuda gaita tener que cargar con un somier en plenos sanfermines; aunque sea la moto te la puedes llevar puesta-, sino que contienen tan solo una letra, la te, o la o, o la eme, y con ellas hay que formar la palabra “tomboleto” -en verdad altísona y hermosa- para hacerse acreedor de regalos de ensueño, como un traje de tres piezas en Mateo Hnos, un jamón de Teruel o un robot de cocina. Inciso: mal haya el que burló la inocencia de los niños bautizando con el nombre mágico de “robot de cocina” a una triste minipimer, mal haya digo, y ojalá no tenga que ver nunca el chasco infinito de sus párvulos cuando la mayor habilidad de lo que habían imaginado una chacha transformer con cofia de luces sea montar claras.

Para poner una nota de miseria donde sólo se dispensa esperanza y contento a manos llenas, la organización diocesana, sabia y providente, ha dispuesto que los boletos los vendan unas viejas a las que se sirve chupitos de vinagre a cada rato y se priva invariablemente de cambios para mantener con el vigor del primer desengaño el resquemor de su soltería obligada y ya definitiva, de forma que cuando los paseantes se deciden a jugar y van al mostrador transportados de alegría sanferminera y como mecidos por el hormigueo de la ventura presentida, ellas les enganchan por el tobillo y les bajan de un tirón a un mundo funesto donde de pronto es octubre y las tapas de los yogures desdeñan siempre los lametones con un “sigue buscando” que no entiende de edad ni condición.

Seguro que las bicis se las quedan ellas.

lunes, 7 de julio de 2008

Otras razones para ver el Tour

1) Hace unas semanas, Josu charló en California con una vasca emigrante que ahora tiene 87 años. En realidad ella nació en Buenos Aires, pero sus padres provenían de la provincia pirenaica de Zuberoa, y al poco de nacer se la llevaron de vuelta a la tierra de origen. La mujer creció en Zuberoa, se casó con un pastor y juntos emigraron a Estados Unidos. Allí se la encontró Josu, seis o siete décadas más tarde. Ella le contó que le gusta mucho ver el Tour de Francia por televisión. Disfrutó con los años de Armstrong, porque entonces los americanos hacían más caso al Tour, y porque uno de los pocos que le peleaba el maillot amarillo era un chico vasco, cómo se llamaba, Beloki, y eso le llenaba de orgullo.

A la mujer le gusta el Tour, pero hay unas etapas determinadas que espera durante todo el año con una ilusión especial. En esas etapas se emociona hasta las lágrimas:

-Cuando pasan por los Pirineos, veo mi tierra en la televisión.

2) La generosidad de François Faber, que dejaba caer neumáticos de repuesto con disimulo para ayudar a sus rivales sin que se enteraran los jueces. El pinchazo de Erik Zabel y sus palabras sobre Rolf Aldag, el gregario que le espera. El narrador colombiano de Radio Caracol (y el gracioso despiste reptilesco del subtitulador). El Tour es una historia de hombres, de los muy grandes y de los muy pequeños.

viernes, 4 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (2): La maldición de Amparito Crystal

En la asignatura de Periodismo Literario, los alumnos debían escribir una reseña de El nuevo periodismo, el libro en el que Tom Wolfe recopilaba los textos de algunos periodistas estadounidenses de los años 60. Estos autores defendían el uso de técnicas literarias en las crónicas y los reportajes (diálogos, descripciones detalladas, caracterización de personajes...) sin dejar de lado el rigor exigible al periodismo. Buscaban sumergirse en las vidas de las personas, conocer sus entornos hasta el mínimo detalle y retratarlos con gran precisión. Muchos de sus textos describían a los personajes y los ambientes extravagantes de aquellos bulliciosos años 60.

Javier Olabe no entregó una reseña. Simplente escribió un texto nuevoperiodista, que para él era "algo así":

La maldición de Amparito Crystal

Leída la antología de artículos que propone Tom Wolfe, parece que el Nuevo Periodismo se dedica a relatar el pormenor de las resacas de viragos descastadas adictas a los opiáceos, o la desidia deletérea de una bohemia tuna y aburrida. Algo así:

“Llamo a la puerta, pintada de un rojo furioso, y dentro oigo un taconeo desigual y quelonio. Un tufo agresivo a cosméticos caducados y sobaquina guarra precede la catinga portuaria de Amparito Crystal, el travestido cojo que hasta hace un año era la starlette más celebrada por la progresía intelectual y las fruteras de barrio. Atropellada sin piedad por el corcel fiero de la fama, Amparito Crystal se ha refugiado en el consumo ciego de psicotrópicos sin tasa... y en una buhardilla mínima y desastrada. Me abre una putanca equina y maldormida en la que me cuesta reconocer a la rutilante y festiva Amparito Crystal.

-¿Qué? -me espeta, y sin esperar respuesta masculla “ah, ya” y se da la vuelta con su torpeza patizamba agravada por la embriaguez temprana. La sigo.

Aunque todas las persianas están bajadas, el hedor delata una cochambre desparramada y ubicua. Amparito vuelca un rimero de revistas viejas y se sienta en un sofá de peluche rosa polvoriento y rajado. Rebusca debajo de un vestido de lentejuelas tirado en una mesita baja para sacar un vaso con güisqui, que por lo visto estaba bebiendo hasta mi llegada. Se lo acerca a los labios sin demasiada avidez, y el fulgor del vaso se le refleja en los ojos como una candileja turbia. Escarba en el bolsillo y saca una caja desbaratada de Prozac. Es una de las esquinas rasgadas de la caja hay restos de carmín seco.

-¿Quieres? -me dice cuando se da cuenta, algo sorprendida, de que estoy de pie frente a ella, y adivino enseguida que prefiere que no quiera-. Siéntate donde puedas.

Me siento en una silla voluptuosa de mimbre con el respaldo arrasado, y de Amparito brota una verborrea torrencial y ebria:

-No sé ni cómo fue. Un día salí al escenario, y sólo oí aplausos. Eso está bien, dirás. Pues no. Está mal, muy mal. A mí me gustaba escucharlas a ellas. Ya sabes quién son, querido. Las esposas de todos los hombres que yo envenenaba con mi belleza, de todos aquellos que yo tenía a mis pies, a los que ni siquiera miraba cuando ellos me devoraban con la vista, a los que machacaba las manos ansiosas con el tacón cuando las lanzaban hacia el escenario hacia mí, el objeto oscuro de sus deseos insatisfechos, el deleite secreto y animal que aquella turba enloquecida de marimachos domésticas no era capaz de satisfacer. Venían de todas partes, y gritaban como dementes, aullaban como perras, me llamaban puta. y maricón, y marrano, y a mí me encantaba, y ponía los ojos en blanco y les lanzaba los claveles que me tiraban sus maridos. Llegaban a cientos, a veces con los bolsos llenos de piedras, en autobuses organizados por las parroquias, y levantaban pancartas con las fotos de sus hijos para avergonzar a sus maridos perdidos sin remedio por mi causa. Y así una noche, y otra, y otra más, y me seguían allá donde iba, y aguaban las ruedas de prensa y saboteaban las veladas que yo ofrecía lanzando huevos a los embajadores que me cortejaban sin tregua. Pero un día, de golpe, nada. Sólo aplausos. Miré al patio de butacas, y sólo había viejos verdes, desdentados y con ganas de sandunga. Pero de ellas, ni rastro. Miré detrás del telón, por si habían sofisticado sus ataques y pretendían acaso apuñalarme por la espalda mientras recogía los claveles de su desgracia. Pero nada. Nada de nada. Me saqué el tacón derecho, se lo tiré a un sesentón baboso que me estaba hartando, me metí en un taxi revestida aún con los arreos de actuar, y me encerré en este pozo a recordar sus alaridos. A veces me parece que las oigo, que vienen con afanes renovados blandiendo hoces, gritando que quieren escupirme, lapidarme, quemarme viva, y me asomo a esa ventana, y las desafío como hacía antes. Pero no están. Ya nunca están. Se han ido, no sé a dónde. Y ya no puedo cantar. Porque yo cantaba para ellas".

miércoles, 2 de julio de 2008

Las columnas de Javier Olabe (1): Un sang impur

Durante los próximos días colgaré algunas de las columnas que guardo de Javier Olabe. Aquí va la primera.

Un sang impur

Ya al principio de los tiempos, Dios decretó la enemistad entre la serpiente y la mujer. Después, y ya por su cuenta, los franceses se enemistaron con el resto del mundo. A nadie se le oculta que los franceses son personas avinagradas y malignas, amigas de infligir dolor sin tasa a seres indefensos que tienen la desventura o la inconsciencia de ponerse a su alcance. Las viudas y los huérfanos, después de años de atropellos y desprecios, han aprendido a apartarse del camino de marselleses, turonenses, bordoneses, lioneses, corsos, bretones, normandos y, muy especialmente, parisinos, que para demostrar la singularidad magnífica de su primado ejercen con maestría y naturalidad la vileza viciosa de los hijos de Madame Guillotine. Menos avispadas han sido las palomas, animales apreciados en muchas capitales del mundo civilizado, y singularmente maltratadas en la ciudad de las luces y los argelinos siniestros.

En el amable jardincillo que hay a la entrada del Grand Palais contemplé una escena espeluznante. Sentada en un banco había una joven leyendo un libro. La joven parecía interesada por la lectura, incluso podría decirse que estaba absorta en ella. No prestaba la menor atención a la gente que pasaba por el camino, y no se inmutó cuando un niño escandaloso atronó la entrada del palacio con el timbre cascado de su triciclo. Tampoco movió la cabeza cuando dos ancianas, por lo demás bastante apacibles, se sentaron en el mismo banco que ella. Sin embargo, lo que no habían conseguido ni la bullanga del niño ciclista ni la calma sospechosa de las ancianas plácidas, lo consiguió una paloma gris y panzuda que vino a posarse en el respaldo del banco. La muchacha no dudó en abandonar la lectura que tanto placer le daba para espantar con prisa y violencia a la inoportuna paloma. También las ancianas olvidaron por un momento su tranquilidad pensionista para ayudar a la muchacha a deshacerse de su molesta visitante. Una de ellas alzó incluso un bastón con puño de plata, remedo senil del estandarte sangriento, y lo empuñó contra la infeliz paloma, que optó por bajar del respaldo y esconderse bajo el asiento. Todo aquel que no haya tenido ocasión de sufrir la mezquindad bílica de este pueblo de letrinas de pago podrá creer que, una vez rechazada la paloma hacia el suelo, la joven habría retomado su lectura y las ancianas habrían vuelto a su conversación descabalada. Nada más lejos de la realidad. Las tres mujeres, unidas por la complicidad artera de su raza malvada, armaron sus piernas contra la desdichada paloma. Las varices no fueron obstáculo para la inclemencia criminal de aquellas viejas despiadadas, que acosaron con tacones y punteras al desgraciado animal. La paloma, harta de patadas, de manotazos, de punteras, de tacones, de varices, de bastones, y, en fin, de francesas malevolentes y puñeteras, decidió salir volando de aquel jardín maldito y dejar para siempre la capital de la maldad gratuita y los libreros de viejo.

Liberadas por fin del fastidio de la paloma inconsciente, la joven lectora y las ancianas virulentas se calzaron la máscara de infelices pálidos con que los franceses recorren el mundo en busca de seres desvalidos que inmolar en el altar terrible de su perfidia infinita. A esperar otra paloma.

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